Robert Kurz:

La economía de guerra alemana y el socialismo de estado

Sociologismo de lucha de clases y cobertura formal burguesa

La ilusión estatal-socialista se encuentra de modo paradigmático en Lenin, quien tomó el estado planificado de economía de guerra del imperio alemán como modelo de la naciente economía soviética, con la única condición de que un poder social de otro tipo se sirviera de él. Es famoso su aplauso al correo alemán, como modelo organizativo para una organización socialista de la sociedad, en su obra El estado y la revolución, escrita a finales del verano de 1917:


En los años 70 del siglo pasado, un ingenioso socialdemócrata alemán mostró el correo como ejemplo de economía socialista. Esto es completamente correcto. Actualmente, el correo es una empresa organizada según el modelo del monopolio de capitalismo de estado. El imperialismo transforma, cada vez más, a todos los trust en organizaciones de este tipo. Sobre los «simples» empleados, que trabajan y sufren provaciones, está aquí la misma burocracia burguesa. Pero el mecanismo de la dirección social de la economía ya está presente aquí. Derríbense los capitalistas, rómpase, con el férreo puño de los trabajadores armados, la resistencia de esos explotadores, destrúyase la maquinaria burocrática del estado moderno —y tendremos ante nosotros un mecanismo dotado de un elevado desarrollo técnico y liberado de los parásitos, mecanismo que los trabajadores unidos pueden muy bien poner en marcha. (LENIN 1972/1917, pp. 439 s.)


Un paso más avanza Lenin en el artículo «Sobre el infantilismo "de izquierda" y la condición de pequeño- burgués», de mayo de 1918, donde ya no quiere liberar del «capitalismo de estado» al ominoso y, por su propia forma, absolutamente indeterminado «mecanismo de dirección social de la economía», sino que, a partir de ahora, quiere instrumentalizar directamente a ese mismo capitalismo de estado:


Económicamente, el capitalismo de estado es incomparablemente superior a nuestra actual economía, esto para empezar. En segundo lugar, no tiene nada de terrible en sí para el poder soviético, pues el estado soviético es un estado donde el poder de los trabajadores y campesinos pobres está seguro [...], para dejar la cuestión más clara, mencionaremos un ejemplo, absolutamente concreto, del capitalismo de estado. Todos saben de qué ejemplo se trata: Alemania. Ahí tenemos el «último grito» de la técnica del gran capital moderno y de la organización planificada, que están subordinados al imperialismo aristocrático-burgués. Quítense las palabras subrayadas, póngase en lugar del estado militarista, aristocrático, burgués e imperialista un estado de otro tipo social, con otro contenido de clase, el estado soviético, es decir, un estado proletario, y se obtendrá la suma total de condiciones que conducen al socialismo. El socialismo es impensable sin la técnica del gran capital, la cual está construida con la última palabra de la más moderna ciencia, y sin la organización estatal planificada, que obliga a decenas de millones de seres humanos al más estricto cumplimiento de una norma unitaria en la producción y distribución de los productos. (LENIN 1978/1918, pp. 331 s.)


Declaraciones como ésta son extraordináriamente características, no sólo para Lenin o los bolcheviques, sino para el conjunto del movimiento obrero (también para el occidental) de la época, el cual incluye a los inmediatos enemigos «radicales de izquierda» de Lenin en la citada disputa. La base teorética e ideológica de este modo de pensar yace ya en la comprensión particularmente sociologista de la socialidad y las formaciones sociales históricas.

La teoría marxiana, vulgarizada unilateralmente como «marxismo» fue desprovista de su decisiva crítica formal del moderno sistema de reproducción burgués; se eliminó la crítica a la forma de mercancía, agudizada en el concepto marxiano de fetichismo, y fue proscrita a un más allá teórico e histórico, desacreditada por obscura o degradada a fenómeno meramente subjetivo de la conciencia.

En lugar de un concepto de la forma de sistema productor de mercancías y de sus condiciones históricas, aparece un concepto reduccionista de «classes en lucha», como presunto fundamento último de la socialidad; el constitutum se convirtió en constituens, el fenómeno derivado de las clases sociales, en esencia última. Así, no se criticó propiamente al capital, sino más bien a «los capitalistas», que debieron aparecer como sujetos personales de la relación social de mercancía, en realidad carente de sujeto. Los mistificados meta-sujetos sociales de las «clases» recibieron, así, un curioso carácter familiar, como los dioses de la Antigüedad, que también aparecieron provistos de caracteres personales muy terrenos.

Así, de una categoría social analítica, la «clase obrera», surgió una persona colectiva inmediata con identidad consistente, que «actúa» quasi-históricamente, con independencia de la personas empíricas reales. La identidad de la clase halla su fundamentación en un falsa ontología del trabajo, el cual no fue comprendido como momento y parte constitutiva del sistema fetichista de la mercancía, sino, de modo estrictamente bíblico («protestante», para ser precisos), como esencia humana eterna, que sólo externamente era violentada por el sujeto «explotador» de los «capitalistas». E, inversamente, pudo aparecer entoncer la presunta liberación de la relación de capital como desposesión de «los capitalistas» o, en el peor de los casos, como su liquidación jacobina*1 ; la posición de los críticos «radicales de izquierda» de Lenin es, en esto, todavía más jacobino-burguesa: como presunta alternativa al «capitalismo de estado», proponían, con toda inocencia, el «exterminio total de la burguesía».

La argumentación de Lenin debió resultar completamente plausible a la comprensión del antiguo movimiento obrero. Si el trabajo aparecía, al margen de su determinación formal histórico- social, como el fundamento positivo de todo «socialismo» pensable, entonces estos debía ser igualmente válido para las categorías básicas del sistema productor de mercancías. La denuncia al trabajo abstracto como forma del capital falta totalmente en Lenin (y no sólo en él). Por ello, emerge de nuevo como reflexión positiva, de modo curiosamente grosero, confusionista y aconceptual, en forma de «planificación económica» o de «mecanismo de dirección social de la economía», íntimamente ligado con la «última palabra de la técnica del gran capital» [!] y de la «más moderna ciencia», finalmente, sin tapujos, como «organización estatal planificada».

En estas formaciones conceptuales, se esconde una comprensión claramente ingenua e indefensa frente a la lógica del capital, que, en nuestro lenguaje actual, se llamaría tecnológico-social*2 . La sociedad de la Revolución de Octubre como «gigantesco laboratorio» fue una metáfora corriente no sólo entre los bolcheviques. El presunto socialismo parecía ser una tarea organizativa meramente externa, aunque poderosa, que debía ejecutarse de las mismas maneras y con los mismo medios, sólo que por el «verdadero» sujeto, en lugar de por el falso sujeto «aristocrático-imperialista».

Naturalmente, ni aun con la mejor intención, se podía dar vida inmediata la mistificado sujeto «clase obrera»; el entusiasmo y la excitación de las «masas trabajadoras» en los soviets y su disposición para la acción debió agotarse en la misma medida en que esas masas fueron enroladas en el gasto de fuerza de trabajo: una obligación no sólo inevitable, en vista del débil desarrollo de la productividad, sino algo que debía llevarse a cabo contra la pesada inercia del sistema campesino de producción. Así, el partido de convirtió en la encarnación del sujeto metafísico de clase al que habría sido ideológicamente insoportable desenmascarar como mecanismo burgués de modernización: esto explica también el criminal terror estalinista dirigido contra la vieja guardia bolchevique (de cualquiera de los cuales, sin embargo, y de Trotski en primer lugar, habría podido salir otro Stalin).

Mientras el partido se amalgamó con la economía de guerra burocrático-estalinista, en parte ya presente, en parte creada por ellos mismos, pudo justificar, como representante de la clase obrera en la tierra, prácticamente todas sus acciones, incluso las insensata y sangrientamente represivas. El partido, que «siempre tiene razón», creó, así, según su propia comprensión, una nueva sociedad socialista, que, de hecho, no era más que el tardío reclutamiento forzoso de una clase obrera moderna bajo dirección estatal. Los críticos y escépticos, socialistas o marxistas, que en la Unión Soviética fueron eliminados físicamente por el aparato estalinista, de un modo jacobino que repetía el de la Revolución Francesa, ni tenían una alternativa histórica que ofrecer, ni estaban en condiciones de abarcar conceptualmente el proceso social que se consumaba ante sus ojos. La orientación trotskista hacia la «revolución proletaria en occidente», porque el socialismo en un solo país, y especialmente en la «subdesarrollada» Rusia, era imposible, mientras que en Europa se daban ya las condiciones tanto objetivas como subjetivas, era pura ilusión.

En realidad, también en el Oeste, el desarrollo capitalista de la fuerzas de producción estaba muy lejos aún de alcanzar su umbral crítico. Las revoluciones occidentales y los movimientos de masas del final de la Primera Guerra Mundial pertenecen aún, como ésta misma y como la Revolución de Octubre, a la historia de la realización del sistema productor de mercancías y no a sus madurez para ser superado y a la madurez interna de la crisis. Los portadores de estos desarrollos ya eran, ciertamente, hombres modernos, constituidos capitalistamente, y sus enfrentamientos estaban acuñados ya por las contradicciones del sistema productor de mercancías, pero esas contradicciones todavía no eran superables. También en Occidente debieron ser disueltos, en esas convulsiones sociales, restos y escorias estamentales, precapitalistas y temprano-capitalistas, estructuras sociales y relaciones de dependencia, formas de derecho, ligaduras, etc. En general, toda la época de las guerras mundiales pertenece aún a la historia global del desarrollo del capital, el cual debía desarrollarse como sistema mundial inmediato, maduro e idéntico consigo mismo sólo después de 1945.

La caída del imperio alemán y de la monarquía habsburguesa, la eliminación del derecho electoral prusiano de las tres clases, el victorioso avance del derecho electoral femenino en los países occidentales, etc. estaban a la orden del día; no la supresión del sistema productor de valores, la cual, por ello, no podía ser formulada teoréticamente ni aun por los trotskistas, «radicales de izquierda», etc. (exceptuando algunas, pocas, tematizaciones abstractas y conceptualmente obscuras); precisamente por ello, esta presunta radicalidad debía permanecer presa en la mistificación de la clase obrera.

Este estado de cosas señala, naturalmente, a la, en su conjunto, aún precaria madurez de la socialización capitalista mundial. Al marxismo mismo se le puede aplicar lo que Marx dijo ya en su Crítica de la economía política de 1859:


Una formación social no se derrummba jamás antes de haber desarrollado todas las fuerzas productivas de que es capaz y jamás aparecen nuevas y superiores fuerzas de producción antes de que sus condiciones materiales de existencia hayan brotado en el seno de la antigua sociedad misma. Por ello, la humanidad se propone sólo tareas que puede resolver, pues, considerado con más precisión, sucede siempre que la tarea misma surge sólo donde las condiciones materiales de su solución están ya presentes o, por lo menos, se pueden pensar como en proceso de realización. (MARX 1968/1859, pp. 15 s.)


Al final de la Primera Guerra Mundial, no podía tratarse aún, en modo alguno, de la supresión del sistema productor de mercancías o capital, sino, por el contrario, de una más amplia realización del mismo. En ningún sitio de Occidente existían las fuerzas productivas que hubiesen posibilitado la supresión de la clase obrera, es decir, una separación de la reproducción social del sistema de gasto abstracto y masivo de fuerza de trabajo. La alternativa habría sido siempre un retroceso a formas de indigencia agraria y rusticidad premoderna*3 . A causa de ello, también los críticos radicales de izquierda fueron incapaces de imaginar una sociedad revolucionaria más que como un radical y jacobino «autogobierno de la clase obrera»: una contradicción en sí, una imposibilidad lógica, puesto que decisiones autónomas de la sociedad sobre los contenidos del valor de uso, o de los contenidos de las necesidades, y una existencia como tramoya de la fuerza de trabajo se excluyen mútuamente.

La famosa fórmula leninista del comunismo como «poder de los sóviets más electrificación» no sólo expresa una manera externa, tecnológica, de entender la emancipación social, sino que refleja una contradicción entonces insoluble: los «obreros» no pueden, como tales, «dominar», porque no disponían de experiencia para ello y porque hay que dejar de «trabajar» para poder «dominar»; sin embargo, si esto fuese posible, entonces ya no se precisaría de «dominio» alguno y éste habría devenido, en sentido social, totalmente superfluo. El «dominio de la clase obrera», por tanto no podía transformarse, independientemente de su signo ideológico, más que en una dictadura, burguesa y jacobina, de la modernización. Irónicamente, y en contradicción con todas las leyendas de los izquierdistas radicales, no hubo revolución proletaria alguna en Occidente, precisamente por ello; puesto que el Oeste estaba ya más desarrollado y no precisaba de la misma para dar el siguiente paso en la modernización burguesa.

Comunistas («leninistas») y socialdemócratas occidentales, los enemistados hermanos del viejo movimiento obrero, no sólo coincidían en su, aún socio-laboral, comprensión básica de la socialidad, sino que eran también idénticos en su función histórica como fuerzas burguesas y socio-laborales de la modernización. Para esta tarea, la socialdemocracia y su política bastaban en Occidente, mientras que el relativo subdesarrollo en Rusia exigía medios más radicales. Sólo esto explica el cisma; del mismo modo que la actual y lamentable «reunificación» de la, por fin autoidentificada, pansocialdemocracia*4 se explica porque este modelo ha devenido históricamente carente de sentido, dado que la historia burguesa de la modernización ha entrado en su crisis final.

En cierto modo, tuvieron razón los socialdemócratas mencheviques respecto del carácter «objetivamente burgués» que correspondía a la revolución rusa, y, ciertamente, más de la que podían imaginar; obviamente, sólo en el sentido lógico, no en el histórico o empírico. Pues, la tarea pendiente de la modernización burguesa en Rusia no podía ser realizada por el agente al que correspondía —por decirlo en la terminología sociologista—, o sea, por la «burguesía liberal», que jugó un papel meramente secundario en la revolución rusa. Sólo un partido obrero radical, con un estricto deslinde respecto al capitalismo occidental, era capaz, en esas condiciones, de sacar de debajo de las piedras un desarrollo capitalista de recuperación.

Así, tenían razón, en la «práctica» los bolcheviques; debieron, sin embargo, engañarse ideológicamente acerca del contenido de su revolución y, precisamente, con la ilusión leninista del primado de la política. La voluntad política del partido tuvo que substituir la abolición del trabajo abstracto, imposible en la práctica. De este modo, pudo ocultarse sistemáticamente la identidad interna de «capital» y «trabajo» y, con ello, la intercambiabilidad de los portadores sociales e institucionales de las «máscaras» (Marx) del sistema productor de mercancías, las cuales sólo se oponen en la superficie del mercado. Con ello, el comunismo se convirtió en un ideología legitimadora «proletaria» de la burguesa modernización forzada tardía.

De hecho, todos los hagiógrafos de Lenin, sean del color que sean, olvidan el ser histórico de la Revolución de Octubre, precisamente porque comparten la ilusión leninista y, por tanto, proyectan altenativas hacia el pasado, como si éstas fuesen meramente puestas por la «correcta» o «falsa» decisión del sujeto que actúa. La liberación de las leyes coactivas de forma de mercancía, es decir, la abolición de un condicionamiento ciego que yace exterior a los sujetos, está también condicionada. hasta hoy, pues, los mejoradores de la historia izquierdistas y socialdemócratas han debido plantearse mal la tarea. Quien exige «auto-acción», «autogestión», «democracia de base», etc., de modo ahistórico e ilustrado, sin tocar siquiera conceptualmente la estructura fetichista básica del sistema productor de mercancías, quiere hacer válido aún el cielo ideal burgués de libertad, igualdad y fraternidad contra la realidad burguesa. Este evergreen de la ilusión burguesa de sujeto no ha perdido nada de su encanto desde los días de la Revolución Francesa y, por ello, ha sido pacientemente soportada hasta hoy*5 .


El problema del orientalismo

No mucho mejor que los radicales de izquierda o tardo-ilustrados burgueses de izquierda, que insensatamente reprochan al régimen bolchevique de la modernización haber realizado los ideales burgueses tan poco como la burguesía misma, aparecen aquellos críticos complementarios que pretender remontar el estatalismo bolchevique a la «tradición asiática», a los momentos asiáticos y despóticos del zarismo y de su legado social (DUTSCHKE 1974, BAHRO 1977, entre otros). Con ello, se ocultan y eliminan precisamente las raíces y momentos estatalistas y despóticos del propio pensamiento democrático e ilustrado y sus fundamentos sociales y se borran, aunque quizá involuntariamente, las huellas históricas del sistema occidental productor de mercancías.

Sólo un pensamiento analógico completamente superficial puede amalgamar el despotismo asiático con un régimen de economía de guerra de la modernización, que, en realidad, copiaba a Occidente y que no tomó como modelo precisamente a Iván el Terrible, sino al aun más terrible correo alemán. Naturalmente, es fácil reducir todas las manifestaciones depóticas en la historia mundial a un supremo concepto formal y vacío, entonces el bochevismo puede ser comparado, igual de bien, con el imperio faraónico —y hasta se ha hecho, por ejemplo, por un anarquismo noble crítico de las fuerzas productivas, que sirve de substrato ideológico al Mito de la máquina de Lewis Mumford (MUMFORD 1974). Pero, con ello, no se comprende ni una sola formación social real en su historia completa de la condiciones y procesos de constitución.

Los fundamentos históricos y sociales del despotismo asiático son totalmente distintos a los del sistema productor de mercancías de la modernidad, e incomparables con éste. La producción agraria de subsistencia, y su «esquilmamiento» por un pueblo de señores despóticamente centralizado, y las culturas económico-naturales basadas en el regadío, «sociedades hidráulicas» (WITTFOGEL 1977/1957) con una burocracia administrativa despóticamente coronada*6 , no tienen, como nexo social básico, a la mercancía y al dinero. El estatalismo moderno, por el contrario, por mucho que pueda mostrar, en determinados estadíos de desarrollo del sistema de producción, similitudes formales con el despotismo oriental, es todo lo contrario, un momento de la constitución del individuo abstractamente libre, conformado a la mercancía, cuya verdadera heteronomía interna no surge de la «arbitrariedad burocrática», sino de las leyes coactivas y carentes de sujeto de la forma de mercancía y del dinero.

Si en las economías de guerra del imperio alemán y de los otros estados imperialistas del sistema productor de mercancías, al igual que en las economías de guerra de la Segunda Guerra Mundial, vuelve a aparecer, con una nueva forma y en un estadio superior de desarrollo, el estatalismo de la época mercantilista y de la revolución temprano-moderna; si tanto los críticos liberales como los de la izquierda denuncian la «burocracia capitalista» ligada con aquél, el «mundo administrado» etc., como característica estructural negativa (v. JACOBY 1969); entonces detrás de estos fenómenos no se oculta ningún burocratismo autóctono proveniente del despotismo, sino la consecuencia de la libertad democrática misma: la coerción material del gobierno del automovimiento del dinero y la ejecución de los juicios que caen bajo la legalidad de la «segunda naturaleza».

El estatalismo despótico de la naciente sociedad soviética fue erigido precisamente contra los fundamentos sociales y económicos del despotismo oriental heredado por el imperio zarista; las constantemente repetidas declaraciones de Lenin de que había que aprender a asumir las formas de cultura, ciencia, administración, etc. burguesas de Occidente estaban en armonía no sólo con la función burguesa de modernización de la Revolución de Octubre, sino también con las formas estatalistas. Los restos del orientalismo fueron descompuestos y remodelados con los mismos medios estatalistas de la moderna socialización conformada a la mercancía, del mismo modo que los productos de descomposición feudal lo fueron, en Occcidente, por medio del estatalismo temprano-moderno:


En tanto que la revolución demora aún su «nacimiento» en Alemania, es nuestro deber aprender del capitalismo de estado de los alemanes, asimilarlo con todas nuestras fuerzas, no vacilar ante los medios dictatoriales para acelerar esta asimilación, como Pedro aceleró la asimilación de la cultura occidental por la Rusia bárbara, sin temer los métodos bárbaros de la lucha contra la barbarie. (LENIN 1978/1918 p. 333)


Esta declaración, en el ya mencionado artículo Acerca del infantilismo «de izquierda» y de la condición pequeño-burguesa, refleja la esencia real de la Revolución de Octubre más de lo que hubiese querido. Pero, de hecho, tal como, antes de la Revolución Francesa, los príncipes y monarcas absolutos habían puesto en marcha la destrucción del modo feudal de producción y la despesesión de la nobleza, un proceso del cual ellos mismos acabaron siendo víctimas, también los zares «modernistas» pusieron en marcha procesos contra el orientalismo y esquilaron y decapitaron a los boyardos; como la Revolución Francesa asumió y desarrollo el estatalismo mercantilista, así hizo la Revolución de Octubre con los momentos previos no del despotismo oriental, sino de la estatalidad temprano-moderna sobre la base de una extensión de la producción de mercancías, tal como ya había sido iniciada en los proyectos zaristas de industrialización. Sólo un pensamiento preso en el sociologismo, «de clase», puede pasar por alto esta identidad del proceso formal de la modernidad a través de los diversos grados de desarrollo, «sistemas de dominio», formas de estado y «luchas de clase».

Remitirse al despotismo oriental es, por tanto, una maniobra de despiste en la que se borra el rastro sangriento de la democracia occidental. La peculiar virulencia de la modernización burguesa soviética se explica por el hecho de que condensó, en un espacio de tiempo enormemente reducido, una época de doscientos años: mercantilismo y revolución burguesa, proceso de industrialización y economía imperialista de guerra, todo en una pieza. No es de extrañar que esa sociedad se militarizara hasta el tuétano, que elevara a ideal práctico no sólo al «capitalismo de estado» de la economía alemana de guerra, sino también las virtudes militares del imperio prusiano, disciplina y obediencia encubiertas en una, presuntamente opuesta, ideología legitimadora «proletaria».


La cualidad de capital de la «acumulación socialista originaria»

Cuando, bajo el régimen estalinista, se introdujo la nimiedad de la pena de muerte para los retrasos laborales, como medio para acelerar la doma de las masas agrarias rusas no acostumbradas a la coerción material de la disciplina fabril, no sólo se prosiguió en línea recta la «militarización de la economía» trotskista del período de la guerra civil, sino que era el reflejo del violento proceso de modernización de una acumulación originaria de capital, tal como Marx la había descrito, con idénticas cualidades, ya para la Inglaterra de la industrialización. Hoy, leídos con otros ojos, aparecen estremecedores y grotescos los increiblemente crispados y retorcidos intentos de legitimación con que marxistas, presuntamente críticos (tanto en la Unión Soviética como en Occidente), intentaban redimir como «alternativa socialista» la acumulación de trabajo muerto puesta en marcha violentamemte.

Naturalmente, esto sólo les «funcionó» porque no fijaron la transcendencia postburguesa a la forma básica de reproducción social, sino a la actuación de aquel «proletariado» mistificado. Ya Preobrashensky, ,más tarde condenado y ejecutado como «trotskista», había acuádo el inconcebible lógico de una «acumulación originaria socialista»*7 (PREOBRASHENSKY 1971/1926). También los marxistas occidentales de oposición justificaban, hasta mucho después de la Segunda Guerra Mundial, las más crueles formas represivas de la acumulación originaria de capital contra el proletariado empírico, en nombre del metafísico:


La dictadura proletaria, sin embargo, es necesaria aun para la clase obrera misma, mientras predominen en la clase obrera la maneras de pensar y las costumbres heredadas del capitalismo. Mientras la nuevas maneras de pensar y actuar, socialistas y colectivistas, no se hayan transformado en carne y sangre para las masas laboriosas y no hayan devenido preponderantes. Por tanto, hasta alcanzar esta situación, tampoco respecto a la clase obrera misma y las otras clases laboriosas, se puede pasar sin violencia, sin medios de coerción, sin dictadura proletaria. (BRANDLER 1982/1950, pp. 48 s.)


Declaraciones como ésta del comunista alemán Heinrich Brandler (presidente del Partido Comunista Alemán a principios de los años veinte, poco después excluído como opositor) muestran hasta que punto el pensamiento del movimiento obrero, preso en el fetiche del capital, se mantuvo hasta el último momento, incluso en Occidente, en la tradición estatalista burguesa desde la modernidad temprana. El «socialismo», para tales cabezas, era idéntico al «buen estado» colectivista en el sentido de Fichte. Con ello, se invirtió la crítica marxiana a la economía política. Sólo en este clima ideológico, acuñado ya en Alemania por Lassalle, pudo elogiarse, incluso como ideal de futuro, el ethos protestante que se realizaba coactivamente y, así, defenderse casi toda medida terrorista de la acumulación originaria en la Unión Soviética como necesidad presuntamente postcapitalista.

Los problemas de una tardía modernización burguesa fueron redefinidos, simplemente, como «problemas del socialismo real» hasta el actual derrumbamiento de esta ilusión histórica. Leído correctamente y desprovisto de su mistificación ideológica, resulta completamente clara la inevitable tarea planteada en la Unión Soviética, incluso formulada inequívocamente por Stalin, por ejemplo, en el tristemente famoso libro de texto Historia del PCUS(B):


Evidentemente, construcciones nuevas tan grandes exigían inversiones millonarias. [...] Nuestro país, sin embargo, no era entonces rico en absoluto. En esto consistía una de las dificultades principales. Los países capitalistas levantaron su industria pesada con el flujo de medios a partir de fuentes extenjeras: a través del saqueo de las colonias, de tributos impuestos a los pueblos vencidos, de créditos del extranjero. La patria soviética no podía, por principio, beber de fuentes tan inmundas como el saqueo de pueblos coloniales o vencidos para obtener los medios para su industrialización. Por lo que concierne a los préstamos extranjeros, esta fuente estaba vedada a la Unión Soviética, puesto que los países capitalistas negaban los préstamos. Se tuvieron que encontrar los medios en el interior del país. (STALIN sf/1939, pp. 340 s.)


Si no se trata de la «construcción del socialismo», sino, más bien, de la construcción tardía del capitalismo, entonces Stalin tiene toda la razón. Por lo menos una parte de los medios para la acumulación originaria histórica de Europa occidental fue obtenida a través de la expansión colonial desde el siglo 16 (y no en último lugar, la inmensa cantidad de oro robada a Sudamérica). Tales caminos ya no estaban abiertos, de hecho, para la Unión Soviética. Pero si el preciso capital líquido debía procurarse exclusivamente «en el interior del país», esto significa que el «material humano» propio debía ser tanto más despiadadamente exprimido y que debía ser tanto más rigurosamente transformado en productor de riqueza abstracta, por tanto, en productor de dinero o plusvalor.

No sólo la falta de medios exteriores forzó la presión acumulativa interna, sino también el carácter tardío de todo el proceso, que exigía muchos más medios de salida que la acumulación originaria histórica en Occidente. Es fácil de comprender que, son esta constelación específica, el estatalismo debía jugar un papel mucho mayor que en Occidente. Lo que ha aparecido siempre a los obsevadores burgueses como un momento del «socialismo», lo que ya Fichte había proclamado como «estado racional», debió devenir realidad. También aquí, Stalin es inequívoco:


Y en la Unión Soviética se hallaron estos medios. En la Unión Soviética se hallaron fuentes de acumulación como no ha conocido ni un solo estado capitalista. El estado soviético dispuso de todas las empresas y tierras que fueron quitadas a capitalistas y propietarios por la Revolución de Octubre, de los medios de circulación, de los bancos, del comercio interior y exterior. Los beneficios de las fábricas y obras estatales, de la circulación, del comercio, de los bancos, ya no se usaron para el consumo de la clase parásita de los capitalistas, sino para la más amplia construcción de la industria. [...] Todas estas fuentes de ingresos estuvieron a la disposición del estado soviético. Pudieron producir millones y decenas de millones de rublos para la creación de la industria pesada. (STALIN op. cit. p. 341)


Con toda inocencia e ingenuidad, Stalin describe aquí la lógica de acumulación del sistema productor de mercancías, que produce, más allá de las necesidades y cualidades sensibles, «beneficios» abstractos en la encarnación de dinero. «Demasiado poco» dinero se transforma, a través de su automovimiento por medio de procesos de utilización económico- industriales, en «más dinero»; bajo dirección estatal (pues, la «clase parásita» de los antiguos «capitalistas» está desposeída), ya no aparece como capitalismo. El «capitalismo de estado», que ya Lenin concibió con extraordinaria obtusidad y lo deslindó muy imprecisamente del «socialismo», se confunde, en el concepto de socialismo del antiguo movimiento obrero, con la existencia real de un régimen estatalista de la acumulación.


La congelación del estatalismo y la militarización de la sociedad

La modernización-estatalismo bolchevique debía diferenciarse esencialmente, bajo sus condiciones de partida a principios del siglo 20, de los fenómenos comparables en la historia occidental y, precisamente, en un punto: el ciclo estatalista ya no podía disolverse en un monetarista, el movimiento oscilatorio, esbozado más arriba, en el proceso contradictorio de la modernidad burguesa debió detenerse. El carácter peculiar, tardío, de un proceso capitalista básico forzó a un régimen que tuvo que ser más absolutista que el absolutismo y más de economía de guerra que la economía de guerra. La ideología del ethos laboral «protestante», la militarización de la sociedad y la economía de comando estatal de un «mercado planificado» se petrificaron, el barniz extendido sobre la reproducción social se solidificó y devino mortaja para todo desarrollo a largo plazo.

Ahora bien, la época del nacimiento y ascenso de la Unión Soviética hasta parapeto-potencia mundial fue, también en Occidente, un período de estatalismo: las economías de guerra de ambas guerras mundiales (que habían sido modelo de la «nueva economía» bolchevique), las intervenciones del estado, hasta entonces inauditas, en al reproducción «normal» del capital durante la crisis económica mundial, la economía planificada del fascismo alemán en los años treinta y la marcha triunfal del keynesianismo en las teorías económico-políticas y en la formación ideológica de un paradigma del estado social hicieron creer a los contemporáneos que el particularmente riguroso y consecuente estatalismo soviético era sólo la punta de lanza de un proceso socio-mundial general y definitivo.

De todos modos, en la historia de la modernidad hasta ahora, la tendencia estatalista, de cualquier signo social e ideológico que sea, no ha sido comprendida como parte integrante del proceso capitalista, sino como el polo opuesto a éste y, si es posible, como potencia superadora. El tiempo de esa superación ya había llegado, incluso a los ojos de aquellos que no saludarían un desarrollo como ése. Si todos los marxistas tradicionales, pese a su cisma, o sea, de Hilferding a Lenin, veían en la tendencia estatalista la «preparación inmediata del socialismo», los críticos de la burocracia y del «totalitarismo», como Horkheimer y Adorno, entendían este mismo desarrollo, por el contrario, como la «superación mala de las contradicciones capitalistas» en el terreno del propio capital. El «estado autoritario» total (HORKHEIMER 1972/1942) parecía ser la tendencia general en la que se bloqueaba la modernidad en conjunto.

Obviamente, este modo de ver las cosas estaba deslumbrado por la inmediatez del fenómeno histórico tal como fue acuñado, positiva o negativamente, por las tradiciones de la inmanente reflexión burguesa desde el «estado cerrado» de Fichte. En realidad, sin embargo, el estatalismo no podía ser, en modo alguno, la última palabra de la modernidad; también en el siglo 20 seguía siendo un mero estadio transitorio del proceso de las contradicciones capitalistas, que no puede ser superado sobre sus propios fundamentos. De hecho, las economías de guerra y las otras manifestaciones del estatalismo moderno en Occidente no podían, en modo alguno, arraigar tan profundamente como en la Unión Soviética. La actividad del proceso mercantil nunca fue sometida por completo al comando estatal, la relación entre estado y mercado nunca fue congelada por completo. Ya en el período de entreguerras se había relajado al intervención estatalista y el paradigma keynesiano entendía el estado como un regulador auxiliar del mercado y no como su entrometido sujeto de mando.

Era, pues, de prever que el reconocimiento del dinero, desde hacía ya mucho convertido en hábito en Occidente, y su estructura de automoviento forzarían un nuevo viraje. Tras la Segunda Guerra Mundial, se inició, en varias etapas, el reascenso del paradigma monetarista —económico- teoréticamente, un amplio roll-back del neoliberalismo. Empezando por Ludwig Erhard, convertido en símbolo del «milagro económico» mercantil y competitivista y su «economía social de mercado», hasta la filosofía de la crisis, militante y directamente antisocial, del expreso monetarismo de nuestros días, conformado por las doctrinas político-sociales prácticas del thatcherismo y la reagonomía —la tendencia estatalista, incluso la meramente keynesiana, devino cada vez más débil e impotente.

El renovado giro monetarista estaba (y está) tan poco en condiciones de superar la contradicción interna del capital, que empuja hacia la crisis, en su movimiento mundial, como lo estuvo el «estado autoritario». Este nuevo viraje en el proceso de la modernidad burguesa es ya él mismo una reacción a los fenómenos de la crisis, que el estatalismo en retirada ya no podía dominar, y hallará de nuevo su fin desencadenando un nuevo contragolpe estatalista, tanto más cuanto que agudiza la crisis mundial y la tendencia monetarista deba mostrar su específico déficit de dominio. Cuanto más se aproxima a los límites absolutos de la moderna sociedad del trabajo abstracto, tanto desde el punto de vista económico como desde el ecológico, tanto más rápida y desesperadamente deben sucederse los cambios, tanto más cortas, pues, la oscilaciones entre estatalismo y monetarismo.

Pero precisamente esta flexibilidad versátil en las formas sociales de reacción, esta capacidad para el cambio de posición en el infernal proceso de la contradicción capitalista, es, por otra parte, la que demora el fin, prolonga la vida del capital y produce un curso de la crisis con momentos de control temporal. Controlado estatalmente de modo meramente externo en las petrificadas economías de guerra del realsocialismo, el capital ya no posee esta capacidad. La realización del mercantilista «estado racional» burgués y la perpetuación de la economía de guerra debían convertir un mecanismo de desarrollo tardío en un montón de chatarra incapaz de reaccionar al estancamiento. La crisis de la sociedad del gasto abstracto de fuerza de trabajo golpea, en primer lugar y con la mayor fuerza, las partes más inmóviles, estatalmente congeladas, del sistema mundial productor de mercancías.

Este derrumbamiento se muestra del modo más trágico en la periferia occidental de la Unión Soviética y, particularmente, en la parte oriental de Alemania. Pues, en esta región, la estatalización total del capital no pudo invocar —ya desde el principio— la relativa racionalidad histórica de un desarrollo tardío de las modernas sociedades burguesas; por lo menos en Alemania y Checoslovaquia (en parte también Hungría y Polonia) ya habían alcanzado este estadio, más o menos, pero, en todo caso, lo suficiente para que el proceso de modernización del capital hubiese podido continuar sobre sus propios fundamentos. La incorporación forzosa de esas sociedades a la esfera del estatalismo soviético fue, por tanto, ya de buen principio, históricamente reaccionaria y contraproductiva; de ello da cumplido testimonio la larga cadena de sublevaciones populares y movimientos de masas desde los años cincuenta*8 .

Particularmente en la RDA, podían apoyarse claramente esta economía de guerra y este estatalismo neomercantilista importados en cierta tradición interna. En el desarrollo interno occidental, la alemana había sido, por decirlo así, la tardía entre todas las sociedades burguesas modernas y aquí se formó el momento estatalista del capital de un modo correspondientemente fuerte. No por casualidad, la economía de guerra del imperio del Kaiser fue la más acentuada y, por ello, pareció a los bolcheviques la preferible; y, no por casualidad, la economía planificada fascista en Alemania fue la que más se acercó, entre todos los países occidentales, al «estado racional» fichteano de un «mercado planificado». El régimen impuesto a la fuerza, de provinencia bolchevique, como retoño del proceso de una socialización burguesa tardía, se encontró así, en Alemania, sobre las huellas internas, aunque debilitadas, de una tradición de cuño temprano- moderno, emparentada a la suya.

Este regimiento «típicamente alemán» de diligentes burócratas obreros, funcionarios de una potencia de ocupación, que tan incómodamente se sentaba sobre las bayonetas, sólo pudo —una fantástica ironía de la historia— apoyarse en momentos, tradiciones y estructuras de pensamiento de la propia sociedad en la medida en que, canturreando contínuamente una seca e increíble retórica de revolución y progreso, intentaba obstinadamente movilizar en su favor los contenidos reaccionarios, prusianos, guillermistas (en algunos puntos, incluso los fascistas) del pasado: el paso de la oca del Ejército Nacional Popular simboliza algo más que una mera herencia militar.

Aquí se combinaron, en un conglomerado particularmente repugnante, el estatalismo bolchevique y el prusiano, los engendros de diversas épocas del desarrollo tardío del capital. Surgió, así, una mezcla de correo alemán, acuartelamiento permanente de exploradores (desde la cuna hasta el ataúd) y economía militarizada. Si ya la Unión soviética tuvo que ser más de economía de guerra que la economía de guerra, la RDA fue más soviética que los sóviets y, justo por ello, más prusiana que Prusia. La economía del paso de la oca y el socialismo de cuartel produjeron en la RDA una desviación en la evolución de la modernización capitalista que, en biología, sería una pesadilla darwiniana.

Tanto más espantosa aparece la perspectiva de la reunificación de ambas Alemanias; no sólo porque con ello podría despertarse un superestatalismo nacional, sino porque ambas partes ya no cuadran entre sí y su soldadura sólo puede entenderse como crisis, a la vista de la separación histórica de sus respectivas situaciones actuales. la economía de guerra petrificada del capital desde 1916 con sus fósiles estructuras guillerminas tropieza con una sociedad de economía de mercado tardo-capitalista y monadizada. Dos formas contrapuestas de la crisis del sistema productor de mercancías chocan entre entre sí. Este proceso será más bien un histórico accidente de circulación en la etapa final de la modernidad que una suntuosa boda en el inicio de un nuevo auge.





*1. El rasgo jacobino-burgués de los bolcheviques (lo que, naturalmente, implica un carácter girondino de sus adversarios mencheviques) no sólo se ha señalado a menudo, sino que incluso ha sido afirmado orgullosamente por ellos mismos y especialmente por Lenin. Que esto apareciese para ellos sólo como una comparación histórica gloriosa, a la que correspondía en su propia revolución «un contenido de clase totalmente distinto», es sólo la reproducción histórica de su error en el meta-nivel. El concepto personalista y sociologistamente reducido de «adversario», que permite que parezca lógico decapitarlo como solución al problema, caracteriza el jacobinismo bolchevique como la repetición de una revolución burguesa bajo la condiciones de principios del siglo 20.   reiri al la teksto

*2. Una ojeada al registro de las obras de Lenin basta para dejar claro que allí no puede encontrarse siquiera el rastro de una tematización del concepto económico de valor y de la crítica marxiana al fetichismo; la condición histórica de esta ingenuidad teorética explica que también el marxismo occidental la haya arrastrado hasta nuestros días, si se exceptúan intentos aislados, nada claros, que han permanecido «solitarios» y que nunca han fructificado.   reiri al la teksto

*3. Entretanto, esta opción ha devenido, con toda la seriedad, buena para discursos y discusiones de salón con los verdes-fundamentalistas «críticos de las fuerzas productivas», aunque, naturalmente, sólo como baratija ideológica, explicable únicamente porque la distancia histórica a esas relaciones ha devenido tan grande que pueden volver a glorificarse. El movimiento obrero y los bolcheviques de 1917, que las tenían aún realmente ante los ojos, tenían toda la razón al no hacer caso de una opción tan disparatada, reaccionaria y profundamente antiemancipadora.   reiri al la teksto

*4. Al principio, se dio esta reunificación socialdemócrata en la forma de un contrito regreso al hogar del hijo pródigo leninista-comunista: en toda Europa se arrancaron las estrellas rojas y los símbolos del martillo y la hoz y los partidos del socialismo de cuartel cambiaron su nombre a toda prisa por el de «socialista» o «socialdemócrata»; lo más grotesco: el SED, ya históricamente surgido de la boda forzada entre el SPD y el KPD, que ahora, como Partido del Socialismo Democrático, quisiera alcanzar, en un salto mortal ideológico, la posterior boda por amor. Este espectro se desvanecerá en la medida en que, también en el Oeste, se produzca el fin crítico de la función socialdemócrata de modernización y de la propaganda de conciliación social. El «modelo sueco», por ejemplo, cae mortalmente enfermo en su tierra materna, mientras los ingenuamente purificados ex-leninistas lo tratan como una perspectiva.   reiri al la teksto

*5. El tratamiento de la historia como crítica maníaca contra el pasado, el que ha actuado incomprensiblemente mal, donde habría podido hacerlo mucho mejor, es, en general, una característica lógica del pansamiento ilustrado, así como el medir el pasado con principios racionales abstractos, la historia de cuya constitución no se refleja en absoluto. Este pensamiento supone siempre un sujeto burgués y lo proyecta en los acontecimientos históricos, al menos los de la modernidad, sin reparar en que toda la modernidad no es más que la historia de la constitución de esa forma de subjetividad.   reiri al la teksto

*6. También Wittfogel intenta convertir su investigación de la «sociedades hidráulicas» del despotismo oriental en una crítica del bolchevismo y al sociedad soviética; su propuesta permanece, es este aspecto, tan estéril como todas las otras y parte de las mismas incuestionadas premisas, occidentales, democráticas, del sistema productor de mercancías.   reiri al la teksto

*7. Acumulación ¿de qué? Esto es lo que debería haberse preguntado de inmediato. Naturalmente, de capital, pero esto no parece haber provocado ningún dolor de barriga a los marxistas. «Acumulación socialista originaria de capital», una tal nonsense-concepción muestra sólo que el «capital» y, por tanto, el modo fetichista, cosificado, del proceso simbiótico con la naturaleza aparece como algo de formación inespecífica y neutral, a la que tanto los «capitalistas» como el «proletariado» pueden ser, presuntamente, contrapuestos.   reiri al la teksto

*8. También en este aspecto, el marxismo occidental y presuntamente crítico no ha producido, en gran medida, más que apologética, así en una desamparada acentuación del «antifascismo» de aquel orden estatalista y régimen de comando, cuya exterioridad se muestra hoy vergonzosamente. En general, un «antifascismo» meramente declarativo, y devaluado tras la Segunda Guerra Mundial, tuvo que servir como marco aconceptual para muchos fenómenos y desarrollos incomprendidos.   reiri al la teksto