Anselm JappeEL GATO, EL RATÓN, LA CULTURA Y LA ECONOMÍA*Una de las fábulas de los hermanos Grimm se llama “El gato y el ratón hacen vida en común”. Un gato convence a un ratón de que quiere ser su amigo, comienzan a vivir juntos y previendo el invierno que se avecina compran un tarro de manteca y lo esconden en una iglesia. Con el pretexto de tener que ir a un bautizo tras otro, el gato acude varias veces a la iglesia y se come poco a poco toda la manteca, se divierte después dándole respuestas ambiguas al ratón acerca del tema. Cuando finalmente van juntos a la iglesia para comerse el tarro de manteca, el ratón descubre el engaño, y el gato simplemente se come al ratón. La última frase de la fábula anuncia la moraleja: “Así van las cosas de este mundo”. Yo diría que la relación entre la cultura y la economía se arriesga fuertemente a asemejarse a esta fábula, y les dejo adivinar quién, entre la cultura y la economía, desempeña el papel del ratón y quién el del gato. Sobre todo hoy, en la época del capitalismo plenamente desarrollado, globalizado y neoliberal. Los asuntos que se busca abordar en este “foro de arte público” que versan, entre otras cosas, sobre la cuestión de quién debe financiar a las instituciones culturales y cuáles expectativas, y de qué público, deben ser satisfechas por el museo, entran en una problemática más general: ¿cuál es el lugar de la cultura en la sociedad capitalista de hoy en día? Para intentar responder a esta pregunta abordaré el tema desde un enfoque amplio. Aparte de la producción –material y no material- con la cual toda sociedad debe satisfacer las necesidades vitales y físicas de sus miembros, aquélla crea igualmente una serie de construcciones simbólicas. Con éstas, la sociedad elabora una representación de sí misma y del mundo en el cual está inserta y propone, o impone, a sus miembros identidades y comportamientos. Para hablar de esto no utilizo el término marxista “superestructura”, opuesto a la presunta “base económica”, porque la producción de sentido puede –según la sociedad en cuestión- desempeñar un rol tan importante, si no es que más importante que la satisfacción de las necesidades primarias. La religión y la mitología, así como los “usos y costumbres” cotidianos –sobre todo los relativos a la familia y a la reproducción- incluso aquellos que a partir del Renacimiento han sido nombrados “arte” entran en la categoría de lo simbólico. Por muchas razones, en las sociedades antiguas estos códigos simbólicos no estaban separados, basta pensar en el carácter sumamente religioso de casi todo el arte. Pero, sobre todo, no existía una separación entre la esfera económica y la esfera simbólica y cultural. Un objeto podía, al mismo tiempo, satisfacer una necesidad primaria y poseer un aspecto estético. Históricamente, fue la modernidad capitalista e industrial la que separó el “trabajo” de las demás actividades, y la que le otorgó al mismo y a sus productos el nombre de “economía”, el centro soberano de la vida social. Además, el aspecto cultural y estético, que en las sociedades preindustriales era inherente a todos los ámbitos de la vida, se concentra en una esfera aparte. Esta es en apariencia independiente de las construcciones de la esfera económica, y en ella puede aflorar una verdad crítica, de otro modo reprimida o eliminada, de la vida social y de su creciente sumisión a las exigencias cada vez más inhumanas de la competencia económica. Así, la cultura paga esta libertad con su marginación, con su reducción a un “juego” que, al no formar parte directamente del ciclo de trabajo y la acumulación de capital, permanece siempre en una posición subordinada respecto de la esfera económica y de aquellos que la manejan. Pero ni siquiera esta “autonomía del arte”, que tuvo su máximo apogeo en el siglo XIX, ha podido resistir la dinámica del capitalismo, dedicada a absorber todo y a no dejar nada fuera de su lógica de valorización. Primero, las obras de arte autónomo –por ejemplo los cuadros- entraron en el mercado, volviéndose mercancía. Después, la producción misma de “bienes culturales” se mercantilizó, poniendo atención desde el principio sólo a la ganancia y no a la calidad artística intrínseca. Este es el estado de la “industria cultural”, descrito en un principio por Theodor Adorno, Max Horkheimer, Herbert Marcuse y Günther Anders a principios de la década de 1940. En seguida, ocurrió una especie de perversa reintegración de la cultura en la vida, pero sólo en el sentido ornamental de la producción mercantil, o sea, bajo la forma de diseño, publicidad, moda, etcétera. La cuasi desaparición de las instituciones culturales públicas eliminó finalmente los últimos restos de independencia de los artistas frente al dinero; finalmente, éstos son raramente algo más que los nuevos bufones y cantantes de la corte, quienes deben abalanzarse sobre las migajas que los nuevos patrones, bajo el nombre de patrocinadores, les lanzan. Esta es la situación en la cual vivimos hoy. Muchos experimentan un vago disgusto frente a esta “mercantilización de la cultura” y preferirían que la cultura “de calidad” –según los gustos, puede tratarse del “cine de autor”, de la obra lírica o de la artesanía indígena- no fuera tratada exactamente como la producción de zapatos, juegos de video o viajes turísticos, es decir, con la lógica exclusiva de la inversión y la ganancia. Evocan entonces eso que en Francia se denomina “la excepción cultural”: la despiadada lógica capitalista se acepta en todos los ámbitos (y más aún si “nosotros” somos los ganadores) pero debe dejar gentilmente la cultura fuera del alcance de sus garras. En realidad, esta esperanza me parece ingenua, y sin mucho sentido. De hecho, aceptando la lógica de base de la competencia capitalista, se aceptan también todas las consecuencias. Si es justo que un zapato o un viaje se valoren exclusivamente con base en la cantidad de dinero que representan, es un tanto ilógico esperar que esta misma lógica se frene frente a los “productos” culturales. Aquí aplica el mismo principio: no nos podemos oponer a los “excesos” “liberalistas” de la mercantilización –lo que actualmente hacen muchos- sin discutir los fundamentos, algo que casi nadie hace. De cualquier modo, la esperanza es vana, porque la lógica global de la mercancía no renuncia a despedazar cuerpos de niños, si puede obtener una pequeña ganancia con las minas anti-hombre; seguramente no se atemorizará de las respetuosas protestas de cineastas franceses o de directores de museos exasperados de tener que arrastrarse boca abajo frente a los directivos de Coca-Cola o de la industria petroquímica para que les financien una exhibición o una exposición, según sea el caso. La capitalización incondicionada del arte de frente a los imperativos económicos forma sólo una parte de la mercantilización tendencialmente total de todos los aspectos de la vida, y no se puede poner a discusión sólo por el arte sin atentar contra la dictadura de la economía en todos los niveles. No existe ningún motivo por el cual el arte debiese lograr mantener su autonomía respecto a la lógica de la ganancia, si ninguna otra esfera logra hacerlo. Entonces, la necesidad del capital de encontrar siempre nuevas áreas de valorización no deja fuera a la cultura, y es evidente que al interior de ésta la “industria del entretenimiento” constituye su objeto de inversión principal. Ya en los años setenta, el grupo sueco de pop “Abba” era el primer exportador del país, por delante de la industria militar Saab; los Beatles fueron nombrados barones de la Reina en 1965, debido a su enorme contribución a la economía inglesa. Además, la industria del entretenimiento, de la televisión a la música rock, del turismo a la people´s press, juega un rol importante de pacificación social y de creación de consenso, asumido de manera óptima en el concepto de “tittytainment” (entetanimiento, en español). En 1995 se celebra en San Francisco el “State of the World Forum”, en el cual participaron alrededor de 500 de los personajes más poderosos del mundo (entre otros Gorbachov, Bush, Thatcher, Bill Gates...) para discutir acerca de qué hacer en el futuro con el ochenta por ciento de la población mundial que ya no será necesaria para la producción. Se propuso como solución el “tittytainment”: a la población superflua y tendencialmente peligrosa se le destinará una mezcla de nutrientes suficiente y de entretenimiento, de entertainment embrutecedor, para obtener un estado de feliz letargo similar a aquél del neonato que ha bebido del seno (tits, en la jerga americana) de la madre. En otras palabras, el papel central que tradicionalmente desenvuelve la represión para evitar los levantamientos sociales viene largamente acompañado de la infantilización. La relación entre la economía y la cultura no se limita entonces a la instrumentación de la cultura, al fastidio de ver sobre toda manifestación artística el logo del patrocinador que, dicho sea de paso, financiaba la cultura también hace cuarenta años, pero a través de los impuestos que pagaba, sin poder así adjudicarse el crédito, sobre todo, sin poder influenciar las elecciones artísticas. De cualquier modo, la relación entre la fase actual del capitalismo y la fase actual de la “producción cultural” va aún más lejos. Existe una idiosincracia profunda que conecta a la industria del entretenimiento con el impulso del capitalismo hacia la infantilización y hacia el narcisismo. La economía material está largamente unida a las nuevas formas de la “economía psíquica y libidinosa”. Para explicar mejor lo que quiero decir, debo intentar de nuevo exponer en pocas palabras los supuestos. El mundo contemporáneo se caracteriza por la prevalencia total del fenómeno que Karl Marx llamó fetichismo de la mercancía. Este término, a menudo malentendido, indica mucho más que una adoración exagerada a las mercancías, y va más allá de indicar una simple mistificación. Se refiere al hecho de que en la sociedad moderna y capitalista la mayor parte de las actividades sociales toman la forma de mercancía, ya sea material o no. El valor de una mercancía está determinado por el tiempo de trabajo necesario para su producción. No son las cualidades concretas de los objetos las que definen el destino de los mismos, sino la cantidad de trabajo incorporada en ellos, esta cantidad se refleja siempre en una suma de dinero. Los productos que han sido creados por el hombre comienzan así a llevar una vida autónoma, gobernada por las leyes del dinero y de su acumulación en capital. Se necesita tomar al pie de la letra el término “fetichismo de la mercancía”: los hombres modernos se comportan como los llamados “salvajes”: veneran los fetiches que ellos mismos han producido, atribuyéndoles una vida independiente y el poder de gobernar a los hombres. Este fetichismo de la mercancía no es una ilusión o un engaño, es el modo de funcionamiento real de la sociedad de la mercancía. Domina entonces todos los sectores de la vida, más allá de la economía. Esta religión materializada conlleva, entre otras cosas, que todos los objetos y todos los actos, en tanto mercancías, son iguales. No son más que la cantidad mayor o menor de trabajo acumulado, y, en consecuencia, de dinero. Es el mercado el que lleva a cabo esta homologación, independientemente de las intenciones subjetivas de los actores. El reino de la mercancía es entonces terriblemente monótono, y no posee en lo absoluto un contenido propio. Una forma vacía y abstracta, siempre la misma, una pura cantidad sin cualidad –el dinero- se impone poco a poco a la infinita multiplicidad concreta del mundo. La mercancía y el dinero son indiferentes frente al mundo, para el que éstos no son más que un material a utilizar. La existencia misma de un mundo concreto, con sus propias leyes y sus propias resistencias, es al fin un obstáculo para la acumulación del capital que no reconoce ningún otro objetivo que sí mismo. Para transformar toda suma de dinero en una suma más grande, el capitalismo consume el mundo entero, en el plano social, ecológico, estético, ético. Detrás de la mercancía y su fetichismo se esconde una verdadera y propia “pulsión de muerte”, una tendencia, inconciente pero potente, hacia la destrucción del mundo. El equivalente del fetichismo de la mercancía en el plano de la vida psíquica individual es el narcisismo. Aquí, este término no indica, como en el lenguaje corriente, una adoración del propio cuerpo, o de la propia persona. Se trata más o menos de una grave patología, bien conocida en el psicoanálisis: significa que una persona adulta conserva la estructura psíquica de los primeros momentos de su infancia, cuando todavía no existe la distinción entre el Yo y el mundo circundante. Todo objeto externo es visto por el narcisista como una proyección del propio Yo. Pero en realidad este Yo permanece terriblemente pobre a causa de su incapacidad de enriquecerse con verdaderas relaciones objetuales con objetos externos; en efecto, el sujeto, para poder hacerlo, debe primero reconocer la existencia del mundo externo y su propia dependencia del mismo, y también los propios límites. El narcisista puede parecer una persona “normal”; aunque en verdad no ha salido jamás de la fusión originaria con el mundo circundante y hace todo lo posible para mantener la ilusión de omnipotencia que se deriva de la misma. Esta forma de psicosis, rara en la época de Sigmund Freud, quien la describe por primera vez, se ha convertido en la actualidad en uno de los disturbios psíquicos principales; se pueden ver los rastros por todos lados. Y no es casualidad: se encuentra la misma pérdida de la realidad, la misma ausencia del mundo –de un mundo reconocido en su autonomía fundamental- que caracteriza al fetichismo de la mercancía. Desde otra perspectiva, esta negación drástica de la existencia de un mundo independiente a nuestras acciones y a nuestros deseos ha constituido desde el inicio el centro de la modernidad: es el programa enunciado por Descartes cuando descubrió en la existencia de la propia persona la única certeza posible. En una sociedad basada en la producción de mercancías era inevitable, después de mucho andar, que el narcisismo se convirtiera en la forma psíquica prevaleciente. Así, es evidente que el enorme desarrollo de la industria del entretenimiento sea al mismo tiempo causa y consecuencia de este florecimiento del narcisismo. De este modo, dicha industria participa en la verdadera y propia “regresión antropológica”, a la cual nos lleva actualmente el capitalismo: una anulación progresiva de las etapas de la humanización en las cuales se encontraba la esencia de la historia antecedente. También en este apartado el discurso puede alargarse demasiado. Me limito a recordarles las etapas por las cuales todo ser humano, según las conclusiones del psicoanálisis, debe pasar en su primer desarrollo psíquico. Debe superar la sensación de fusión protectora con la madre, que es característico del primer año de vida (se trata de lo que Freud llama “narcisismo primario”, una etapa necesaria) y pasar a través de los dolores del conflicto edípico para llegar a una valoración realista de las capacidades propias y de los propios límites, renunciando finalmente a los sueños infantiles de omnipotencia. Sólo así puede nacer una persona psicológicamente equilibrada. La educación tradicional apuntaba más o menos acertadamente a lo siguiente: sustituir el principio del placer con el principio de realidad, pero sin aniquilar totalmente el principio del placer. Las etapas que no se resolvieron concretamente en el desarrollo psicológico dan lugar a la neurosis e incluso a la psicosis. El niño no posee una perfección nata, ni abandona espontáneamente su narcisismo inicial. Necesita que se le guíe para poder acceder al pleno desarrollo de su humanidad. Las construcciones simbólicas características de cada cultura desenvuelven evidentemente un papel esencial en este proceso y constituyen de este modo un patrimonio precioso de la humanidad (incluso si no todas las construcciones simbólicas tradicionales parecen igualmente aptas para promover una vida humana plena, pero esta es otra cuestión). Al contrario de esto, el capitalismo en su fase más reciente –digamos de los años setenta en adelante-, en la cual el consumo y la seducción parecen haber sustituido a la producción y a la represión como motor y modalidad del desarrollo, representa históricamente la única sociedad que promueve una infantilización masiva de los sujetos, ligada a una desimbolización. En este punto, todo conspira para mantener al ser humano en una condición infantil. Todos los ámbitos de la cultura, de la caricatura a la televisión, de las técnicas de restauración de obras de arte antiguas a la publicidad, de los juegos de video a los programas escolares, de los deportes masivos a los psicofármacos, del Second Life hasta las exposiciones actuales en los museos contribuyen a crear un consumidor dócil y narcisista que ve en el mundo entero una extensión suya, gobernable con un mouseclick. Por esto, no puede existir ninguna excusa o justificación para la industria del entretenimiento y para la adaptación de la cultura a las exigencias del mercado que han contribuido de este modo tan potente a las tendencias regresivas. Nos podemos preguntar entonces por qué una degradación de esta dimensión ha suscitado tan poca oposición. En efecto, todos han contribuido a esta situación: la derecha porque cree siempre y de cualquier modo en el mercado, al menos desde que se transformó internamente al liberalismo. La izquierda, porque cree en la igualdad de los ciudadanos. Lo más curioso es el papel que jugó la izquierda en esta adecuación de la cultura a las exigencias del neocapitalismo. La izquierda ha constituido constantemente la vanguardia, la cabecilla en la transformación de la cultura en una mercancía. Todo se ha desenvuelto bajo la insignia de las palabras mágicas “democratización” e “igualdad”. La cultura debe estar a la disposición de todos. ¿Quién puede negar que se trate de una aspiración noble? Mucho más rápidamente que la derecha, la izquierda –por “moderada” o “radical” que sea- ha abandonado -sobre todo después de 1968- toda idea de que pueda existir una diferencia cualitativa entre las expresiones culturales. Explíquenle a cualquier representante de la izquierda cultural que Beethoven vale más que un rap o que estaría mejor que los niños aprendieran de memoria poesías más que jugar play station, y él los llamará automáticamente “reaccionario” y “elitista”. La izquierda ha hecho las paces por doquier con las jerarquías de riqueza y de poder, descubriéndolas inevitables o hasta placenteras, aunque el daño que hacen sea evidente a los ojos de todo el mundo. Ha querido en cambio abolir las jerarquías donde de hecho tienen algún sentido, con la condición de que no sean establecidas de una vez por todas, sino mutables: las de la inteligencia, del gusto, de la sensibilidad, del talento. Pero también resalto que hay personas que admiten el decaimiento de la cultura general, agregando inmediatamente como un reflejo, que una vez la cultura era quizá de un nivel más alto, pero era una prerrogativa de una ínfima minoría, mientras la gran mayoría se encontraba hundida en el analfabetismo. Hoy, en cambio, todos tendrían acceso a estos conocimientos. Pero a mí me parece que los niños que hoy en día crecen con Homero y Shakespeare o Cervantes constituyen una minoría aún más ínfima que la de tiempos remotos. La industria del entretenimiento ha sustituido simplemente una forma de ignorancia con otra, así como el incremento del número de personas que poseen un diploma de educación superior o que acuden a la universidad no parece haber incrementado mucho el número de personas que verdaderamente saben algo. En Francia, por ejemplo, se puede hacer una maestría universitaria acerca de temas o con los conocimientos que hace treinta años no hubieran sido suficientes para obtener el diploma de una escuela media técnica. Así, en Francia, es fácil que cada año el cincuenta por ciento de los jóvenes consigue obtener el diploma de licenciatura –qué gran victoria de la democratización. No se puede llamar a los productos de la industria del entretenimiento una “cultura de masa” o “cultura popular”, como sugiere por ejemplo el término “música pop”, y como afirman los que acusan de “elitismo” toda crítica de lo que en realidad no es más que el “formateo” de las masas, por utilizar una palabra contemporánea muy elocuente. El relativismo generalizado y el rechazo de toda jerarquía cultural frecuentemente se han hecho pasar, sobre todo en la época “postmoderna”, por formas de emancipación y de crítica social, por ejemplo, en nombre de las culturas “subalternas”. Me parece evidente que son un reflejo cultural del dominio de la mercancía. Como hemos visto ya, la mercancía es una pura cantidad de trabajo y entonces de dinero, siempre igual, incapaz de hacer distinciones cualitativas. Frente a la mercancía, todo es igual. Todo es simplemente material para el proceso siempre igual de valorización del valor. Esta indiferencia de la mercancía por todo contenido se manifiesta en una producción cultural que rechaza cualquier juicio cualitativo y para el cual todo equivale a todo. “La industria cultural vuelve todo igual”, sentenció Adorno ya en 1944. Quizá alguien acusará una argumentación como la mía de “autoritarismo” y afirmará que es “la gente” misma quien espontáneamente quiere, pide, desea los productos de la industria cultural, incluso en presencia de otras expresiones culturales, así como millones de personas comen sin ningún reparo en los fast-food, aún pudiendo comer, por la misma cantidad de dinero, en un restaurante tradicional. Es fácil rebatir recordando que en presencia de un bombardeo mediático masivo y continuo en favor de ciertos estilos de vida la “libre elección” está bastante condicionada. Pero está de más. Como hemos visto, el acceso a la plenitud del ser humano pide una ayuda de parte de quien ya posee, al menos parcialmente, esta plenitud. Dejar el libre correr al desarrollo “espontáneo” no significa de hecho crear las condiciones para la libertad. La “mano invisible” del mercado termina en el monopolio absoluto o en la guerra de todos contra todos, no en la armonía. Igualmente, no ayudar a alguien a desarrollar su capacidad de diferenciación significa condenarlo a un infantilismo eterno. Les doy un ejemplo que no he sacado del psicoanálisis y al cual le tengo un cariño especial. Existen cuatro sabores fundamentales, en el sentido del gusto: dulce, salado, ácido y amargo. El paladar humano es capaz de percibir la diezmilésima parte de una gota de amargo en un vaso de agua, mientras que para los otros sabores se necesita una gota entera. En consecuencia, ningún otro sabor es tan diferenciable ni posee una multiplicidad casi infinita de sensaciones gustativas como lo amargo. Las culturas del vino, del té y del queso, estas grandes fuentes de placer en la existencia humana, se basan en estos infinitos tipos y grados de amargura. Pero los niños pequeños rechazan espontáneamente lo amargo y aceptan sólo lo dulce y, después, lo salado. Deben ser educados para apreciar lo amargo, venciendo la resistencia inicial. Desarrollarán así una capacidad de gozo que de otro modo les hubiera permanecido irrevelada. De cualquier modo, si nadie se los impone, no pedirán jamás nada aparte de lo dulce y lo salado, de los que hay pocos matices, sólo en el rango de más o menos fuerte. Y así nace el consumidor de fast food –que se basa sólo sobre el dulce y la sal- incapaz de apreciar sabores diferentes. Y todo lo que no se ha aprendido de pequeños ya no se aprenderá de grandes, si el niño que ha crecido con hamburguesas y Coca-cola se convierte en un nuevo rico y quiere ostentar cultura y refinamiento, consumiendo vinos italianos y quesos franceses, no logrará apreciarlos verdaderamente. Diría que se puede aplicar este razonamiento sobre el “gusto” gastronómico, sin muchos cambios, también al gusto estético. Se necesita una educación para apreciar la música de Bach o la música árabe tradicional, mientras que la simple posesión del cuerpo basta para “apreciar” los estímulos somáticos de la música rock. Es verdad que la mayor parte de la población pide ahora “espontáneamente” Coca-Cola y música rock, caricaturas y pornografía en la red: pero esto no demuestra que el capitalismo, que ofrece todas estas maravillas a profusión, está en sintonía con la “naturaleza humana”, aunque haya logrado mantener esta naturaleza en su estado inicial. En efecto, ni siquiera el comer con tenedor y cuchillo hace su aparición espontánea en el desarrollo de un individuo. Por lo tanto, el éxito de las industrias del entretenimiento y de la cultura de la “facilidad” –un éxito increíblemente mundial que sobrepasa todas las barreras culturales- no se debe sólo a la propaganda y a la manipulación, sino también al hecho de que éstos se aúnan al deseo “natural” del niño de no abandonar su posición narcisista. La alianza entre las nuevas formas de dominación, las exigencias de la valorización del capital y las técnicas de marketing es tan eficaz porque se apoya en una tendencia regresiva ya presente en el hombre. La virtualización del mundo, de la que tanto se habla, es también una estimulación de los deseos infantiles de omnipotencia. “Derribar todos los límites” es la incitación mayor que se recibe hoy, ya sea que se trate de la carrera profesional o de la promesa de salud eterna y vida eterna gracias a la medicina, de las existencias infinitamente diversas que se pueden vivir en los videojuegos o de la idea de que un ilimitado “crecimiento económico” sea la solución a todos los males. El capitalismo es históricamente la primera sociedad basada en la ausencia de límites. Hoy se comienza a justipreciar lo que esto significa. La industria del entretenimiento es entonces absolutamente consustancial a la sociedad de la mercancía. El verdadero arte en cambio, si se le toma en serio, si es fiel a su existencia, no debería entonces estar de acuerdo jamás con la economía y el mercado. El cualitativo y el cuantitativo son aquí principios antitéticos. Pero, ¿existe esta “verdadera cultura”?, y si existe, ¿dónde se le puede encontrar? La hemos definido aquí sobre todo de modo ex negativo, hablando de todo eso que no es. Falta aquí el tiempo para extenderse acerca de la grandeza y la ambigüedad de la cultura tradicional. Ésta, era a veces capaz de estremecer al observador, al público, capaz de decir “no” no sólo a la sociedad, sino también a la constitución de cada individuo, imponiéndole, como dice una poesía del poeta alemán Rainer Maria Rilke: “Tú debes cambiar tu vida”, o proclamando, como el poeta francés Arthur Rimbaud: “Hay que cambiar la vida”, o aún como el escritor francés Lautréamont: “El arte debe de estar hecho por todos, no sólo por algunos”. Algunas obras del pasado, mientras las observamos, parecen observarnos y esperar una respuesta de nuestra parte. Sin embargo, no se puede contraponer en lo absoluto un arte “alto” o “grande” del pasado, siempre basado en el mejoramiento del ser humano, con la industria cultural de hoy en día. La complicidad abierta o escondida con los poderes dominantes y con los modos de vida dominantes ha caracterizado siempre gran parte de las obras culturales. Lo importante es que en el pasado existía la posibilidad de descartar, a veces expresada a través de la categoría estética de lo “sublime”. La obra, desde esta óptica, no debía estar “al servicio” del sujeto que la contempla. No son las obras las que deben de gustar a los hombres, sino los hombres los que deben de buscar estar a la altura de las obras. No corresponde al espectador, o “consumidor”, elegir su obra, sino a la obra eligir su público y determinar quién es digno de ella. No nos corresponde juzgar a Baudelaire o a Malevitch; son ellos quienes nos juzgan y determinan nuestra facultad de juicio. Hasta hace poco, se juzgaba –en el campo estético- a una persona a partir de las obras que sabía apreciar, y no las obras a partir del número de personas atraídas por ellas. Quien era capaz de recoger toda la complejidad y la riqueza de una obra particularmente lograda era entonces considerado como alguien que había avanzado bastante en la ruta de la realización humana, normalmente gracias al trabajo duro sobre sí mismo. ¡Que contraste con la visión postmoderna para la cual cada espectador es democráticamente libre de ver en una obra lo que quiera, y entonces todo lo que le proyecta él mismo! Cierto, en este modo el espectador no se confrontará jamás con nada verdaderamente nuevo y tendrá la confortante certeza de poder siempre quedarse así como es. Y esto es exactamente el rechazo narcisista de entrar en una verdadera relación objetual con un mundo distinto a él. Esta actitud de conferir shocks esenciales, de meter en crisis al individuo en vez de confortarlo y confirmarlo en su modo de existencia está visiblemente ausente en los productos de la industria del entretenimiento, que miran hacia la experiencia y el evento. Quien quiere vender indaga las necesidades de los compradores y su búsqueda de una satisfacción inmediata, confirmando la alta opinión que tienen de sí mismos más que frustrándolos con obras no inmediatamente “legibles”. Desde aquel punto de vista, no existe hoy en día casi ninguna diferencia entre un arte “alto” o “culto” y un arte “de masa”. Las obras del pasado vienen incorporadas en la máquina cultural, por ejemplo a través de exposiciones espectaculares, labores de restauración que deben volver las obras disfrutables para todo espectador (por ejemplo, reavivando excesivamente los colores), o a través de versiones masacradas de los clásicos literarios o musicales para “acercarlos” al público. O mezclándolos con expresiones del presente que erradican toda especificidad histórica, como en el caso de la tristemente famosa pirámide en el patio del Louvre de París. El aguijón que las obras del pasado pudieran todavía poseer, aunque fuese sólo a causa de su distancia temporal, se neutraliza a través de su espectacularización y comercialización. No hay nada más fastidioso que los museos que se vuelven “pedagógicos” y buscan “acercar” a la “gente común” a la “cultura” con una sarta de explicaciones en las paredes y a través de los auriculares que prescriben a cada uno exactamente qué es lo que debe sentir frente a la obra, proyecciones de video, juegos interactivos, museum shops, playeras... Se afirma que de este modo la cultura y la historia se vuelven aprovechables también para los estratos no-burgueses (como si los burgueses de hoy fueran cultos). En verdad, justo esta aproximación user-friendly me parece el máximo de la arrogancia hacia los estratos populares, de los cuales se supone que sean por definición insensibles a la cultura y que la aprecien sólo si viene presentada en el modo más frívolo e infantil posible. Desaparece así también la atmósfera placentera de los museos un poco polvosos que hubo alguna vez; placentera porque parecía que se entraba en un mundo aparte, donde se podía descansar del torbellino que nos circunda siempre, en parte porque estos museos eran poco frecuentados. Ahora, mientras “mejor gestionado” esté un museo y más atraiga al público, más se asemeja a una cruza entre una estación del metro en hora pico y una sala de informática. En este punto, ¿para qué asistir aún? Tanto vale observar las mismas obras en un CD, porque del “aura” de la obra original no ha quedado, de cualquier modo, nada. Ha sido otro modo perverso de unir el arte a la vida, de borrar su diferencia y de eliminar toda idea de que pueda existir algo diferente a la plana realidad global que nos rodea. El viejo museo, con todo y sus defectos, podía ser el espacio apropiado para la aparición de alguna cosa verdaderamente inaudita para el espectador, precisamente porque era tan diferente de lo que se vivía habitualmente. Hoy, los grupos de escolares que son conducidos a través de las salas de exposición reciben más que otra cosa una eficaz vacuna preventiva contra todo riesgo de poder captar un mensaje esencial de parte del arte o la historia, o al menos de ir a descubrirlos por cuenta propia... La cultura llamada “contemporánea”, o sea producida hoy, participa generalmente del mismo modo regresivo. Los artistas mismos han traicionado el deber del arte. Se lo ve en la eterna repetición del gesto de Marcel Duchamp en el arte contemporáneo desde hace cuarenta años. El urinario expuesto en 1917 como “fuente” era una provocación, la cual obtuvo en seguida un certificado de nobleza para exponer cualquier objeto como obra de arte, eliminando así toda idea de una obra excelente o de un “sublime”. Este arte es, de igual manera, poco capaz de cuanto lo son los productos de la industria del entretenimiento. Mientras las vanguardias llamadas “clásicas” de la primera mitad del siglo XX sabían decir lo esencial sobre su época histórica, el arte de hoy difícilmente logra evitar dar la impresión de su propia insignificancia. Se puede también rechazar la idea de una “muerte del arte” general (yo ya me ocupé de ello en otra parte), pero resulta de cualquier modo difícil encontrar un arte contemporáneo a la altura de sus predecesores. Éste participa en la desrealización general, como la industria del entretenimiento, y se ha convertido en una subespecie del diseño y la publicidad. Éste merece así su comercialización. El arte contemporáneo se ha arrojado a los brazos de la industria cultural y pide humildemente ser admitido en su mesa. Esto es un resultado, tardío e imprevisto, de aquel alargamiento de la esfera del arte y de aquella estetización de la vida que se comenzaron hace un siglo por los artistas mismos, como justamente Duchamp. Parece entonces que ya no existiesen muchas obras capaces de contribuir al nacimiento de sujetos críticos. Existen sólo clientes. Entonces hace poca diferencia cómo se gestionen los museos. Se afirma que los museos deben de adecuarse a la necesidad de “generar público”, so pena de desaparecer. Pero el resultado es el mismo. Un arte que sirve sólo para crear clientes satisfechos no es ya en cualquier caso un arte digno de este nombre. Se necesitaría al menos admitir una diferencia cualitativa, de peso, entre los productos de la industria del entretenimiento y una posible “cultura verdadera” para poder evocar para esta última un trato aparte. Se necesita admitir entonces la posibilidad de un juicio cualitativo y no puramente relativo y subjetivo. Existe una gran diferencia entre querer establecer parámetros de juicio, sabiendo que no descienden del cielo, sino que deben ser sujetos a la discusión y al cambio, de un lado, y negar, del otro, a priori la posibilidad misma de establecer parámetros, de modo que todo es igual a todo. Si todo es equivalente, nada más vale la pena. Son estas equivalencias, y la indiferencia que les sigue, las que se extienden como sudario sobre la vida dominada por el mercado y la mercancía. Éstas minan desde la base la capacidad de los humanos de hacer frente a las amenazas omnipresentes de barbarización. Los desafíos que nos esperan en los tiempos próximos necesitan ser afrontados por personas en plena posesión de sus facultades humanas, no por adultos que permanecen niños en el peor sentido de la palabra. Será curioso ver qué lugar tendrán el arte y las instituciones culturales en este cambio de época. * Jappe A. Il gatto, il topo, la cultura e l’economía. Traducido al español por Magdaluz Bonilla Atrián. México 2009 |