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Robert Kurz:

El estatalismo y el monetarismo en el proceso histórico de la Modernidad

 

El invento del sistema productor de mercancías por el estado

Superficialmente considerada, la diferencia sistémica, que debería esplicar el carácter no capitalista del moribundo socialismo real, parece consistir en su estructura estatal de comando: las funciones de la producción de mercancías están sometidas a predecisiones políticas. En el alba de la modernidad, sin embargo, también en el Oeste se han dado regímenes de transición estatalistas; irónicamente, tanto en la forma de absolutismo mercantilista, como en la del régimen de la Revolución Francesa que derribó a aquél.

La diferencia entre el estado del absolutismo ilustrado, el Comité de Salud Pública de Robespierres y el régimen bonapartista de un imperio sintético es sólo de grado en su función de modernización temprano-capitalista. Este fundamento común a todos los partidos, ideas y fuerzas entonces en lucha, a saber, el papel particular y el peso social del estatalismo desde el siglo 17 hasta principios del 19, se diferencia completamente del papel del estado social y regulador, keynesiano y postkeynesiano, del siglo 20, aun cuando haya puntos de contacto, coincidencias y similitudes.

El actual estado social y desarrollista keynesiano descansa precisamente sobre una estructura capitalista de socialización ya formada y profundamente afirmada. El estatalismo mercantilista temprano-capiutalista, por el contrario, no estaba en esta situación. En primer lugar, se las tuvo que haber con los productos de descomposición estamentales del feudalismo, es decir, con relaciones de producción estructuradas, en gran medida, agrariamente.

En correspondencia con la escasa profundidad de la socialización capitalista, este estatalismo mercantilista no pudo intervenir en absoluto con tanta eficacia como un estado de masas del capitalismo tardío, perfectamente organizado e institucionalmente introducido hasta en los poros de la sociedad. Precisamente por ello, sin embargo, debió penetrar en aquella sociedad con mayor militancia, una represión más ruda y más rígidas exigencias ideológicas. Sólo cuando la sociedad capitalista se ha asentado por completo y funciona realmente sobre sus propios fundamentos, tiene validez lo que Marx ha puesto de manifiesto como característico de esta formación:


El poder inmediato, extraeconómico, se ha usado siempre, pero sólo excepcionalmente. Para el curso habitual de las cosas, el trabajador puede quedar abandonado a las “leyes naturales de la producción", es decir, a su dependencia del capital, surgida de las condiciones de producción mismas y, por medio de ellas, garantizada y perpetuada. (MARX 1965/1890, p. 765)


Como en la violenta época inicial del mercantilismo, la exigencia externa del estado retorna de las debilidades internas de socialización a las formaciones del socialismo real, el cual, con ello, se muestra como un régimen protocapitalista de la modernización de sociedades burguesas atrasadas. Esto se ha hecho visible en numerosas manifestaciones, puestas al descubierto por la glasnost, las cuales, vistas desde el Oeste, representan más bien debilidades antediluvianas en la capacidad de intervención social del estado*1 .

Mientras el estado social y regulador keynesiano deja actuar, desde el primer momento y como algo obvio, la ya dada y diferenciada economía total de mercado, cuyo producto él mismo es, y sus intervenciones, su actividad reguladora y administradora, remite expresamente a la capacidad funcional de aquélla, el estatalismo mercantilista temprano-capitalista aún debe aparecer ilusoriamente como el sujeto absoluto de la sociedad y su economía. Esto se repite a escala mayor en las pretensiones del estatalismo realsocialista de finales de nuestro siglo.

Desde luego, el estado absolutista de la modernidad temprana no ha inventado al política comercial ni, sobre todo, la economía política de la riqueza abstracta, “carente de sentido", para mantener un sistema productor de mercancías, apenas embrionario, en condiciones de funcionar autónomamente. Pretendía más bien subordinar la “economía" como moza de servicio, y la economía política moderna no ha surgido más que de estos esfuerzos. El mantenimiento de la corte y del creciente ejército del monarca absoluto, que, por su parte, fue un producto del previo desarrollo desde el Renacimiento, ya no podían financiarse con las posesiones rurales de reyes y príncipes, las cuales habían representado tradicionalmente su principal fuente de ingresos*2 .

Para aumentar los ingresos principescos, hubo de crearse un sistema general de impuestos. Esta medida, sin embargo, no sólo creó los rasgos fundamentales de una economía financiera moderna, sino que exigió los fomento y dirección conscientes de la producción de mercancías como fuente principal de la tributación monetaria, la estimulación de la exportación y la elevación planificada del proceso de producción por encima de los límites de las fuerzas de producción estamentales. La manufactura, la división forzada del trabajo y el reclutamiento forzoso de fuerza de trabajo asalariado barata, a partir de los productos sociales de descomposición de la sociedad feudal, condujeron a un nuevo modo de producción, que pronto hizo saltar las limitadas aspiraciones del absolutismo.

Marx ha descrito en su famoso capítulo sobre La llamada acumulación primitiva, los elementos de este proceso, que se coordinan ciega y naturalmente. De una parte, el capital líquido, que se nutre tanto del sistema colonial como del crédito estatal absolutista:


Hoy en día, la supremacía industrial comporta la supremacía comercial. En el auténtico período de la manufactura, por el contrario, es la supremacía comercial, quien da el predominio industrial. De ahí el importante papel jugado entonces por el sistema colonial. Fue el “dios extranjero" que se subió al altar junto a los antiguos ídolos de Europa y un buen día, a empujones y codazos, los expulsó a todos. Proclamó el plustrabajo como última y única finalidad de la humanidad. El sistema de crédito público, o sea, de las deudas estatales, cuyo origen, ya en la Edad Media, descubrimos en Génova y Venecia, toma posesión de toda Europa durante el período de la manufactura. El sistema colonial, con su comercio marítimo y sus guerras comerciales, le sirve de invernadero [...] La deuda pública se convierte en uno de los puntales más enérgicos de la acumulación primitiva. (MARX op. cit., p. 782)




La deuda estatal, y con ella el momento estatal, como parte constitutiva de la acumulación de capital, que reaparece en el siglo 20 y en una dimensión mucho mayor, ya se encuentra, pues, en la prehistoria moderna del auténtico proceso de acumulación posterior.

De otra parte, había que sacar de debajo de las piedras los elementos del trabajo asalariado moderno con violencia estatal inmediata. La transformación, que se prolongaba desde el siglo 15, de esclavos y siervos en trabajadores asalariados “libres" y la “liberación social", a través de la brutal expulsión, de los campesinos independientes y pequeños arrendatario de sus parcelas, transformadas en pastizales de los grandes terratenientes, sólo pudo llevarse a cabo a través de la estatal organización forzosa del trabajo, la militarización y el terror estatal:


Así, violentamente expropiados de tierra y propiedad, acosados y convertidos en vagabundos, los campesinos, por medio de leyes grotescamente terroristas, fueron sometidos a una disciplina, necesaria al sistema de trabajo asalariado, con el látigo, el hierro candente, el potro de tortura. (MARX op. cit., p. 765)




De hecho, el inicio de esos “puestos de trabajo", que tan ansiosamente se disputan los trabajadores asalariados modernos, fue, literalmente, el presidio y el cuartel laboral:


En Francia, los trabajadores, particularmente los de la manufacturas reales, viven frecuentemente en internados fabriles. “Los trabajadores de numerosas manufacturas viven en la fábrica como los soldados en el cuartel y sólo la abandonan los días festivos". Otros hablan del “rigor monacal" de su modo de vida. Estaba regulado el tiempo de trabajo, de las comidas, de la oración, de dormir. Y aun el rigor de esta disciplina parece suave, en comparación con la de muchos trabajadores de las manufacturas centrales de Alemania, donde una expresión corriente es “presidio e hilandería". Es decir, hasta en el mínimo detalle, las manufacturas centrales eran idénticas a la penitenciaría. Sí, en Alemania la cosa era así, no sólo se ocupaba a los internos de los presidios como hiladores, sino, a la inversa, se construían presidios y se tomaban presos para obtener trabajadores manufactureros. (KUCZYNSKI 1967, pp. 18 ss)




Pertenece a la historia de la obcecación del movimiento obrero, que no fuese capaz de descifrar sus propias intenciones como momentos de la modernización, realizada con trabajos forzados; esto se muestra con particular crasitud en el caso de la Unión Soviética. En todo impulso modernizador del sistema productor de mercancías, el momento estatal ha aparecido en primer plano, aunque en las más diversas formas y disfraces. El absolutismo sólo fue una de sus formas de manifestación más tempranas; sin embargo, aquél no desapareció con éste.

Ciertamente, los regímenes revolucionarios y el bonapartismo modifican los objetivos sociales y las ideologías legitimatorias, pero sólo para llevar a sus auténticos fundamentos la extensión, forzada por el absolutismo, de la producción de mercancías a sistema de reproducción social. En la autocomprensión de los protagonistas, meramente cambió el sujeto estatal. Pero, de hecho, se desencadenó la ciega autoreflexión del dinero, un proceso histórico que hoy empieza a penetrar en su estadío final.

Es Alexis de Tocqueville quien penetró primero esta conexión y la representó de un modo aún hoy no agotado. En su obra El antiguo estado y la revolución, demuestra que la ruptura en el ancien régime de ningún modo fue tan absoluto como parecía: la identidad interna entre Absolutismo y Revolución Francesa, cuya radical contraposición marcó, meramente, un punto de ruptura en un proceso básico unitario, es su punto de partida teorético contra las ilusiones ideológicas de los revolucionarios:


Estaba convencido de que, sin saberlo, habían conservado gran parte de las convicciones, costumbres e incluso las ideas del antiguo estado, con ayuda de las cuales llevaron a cabo la revolución que lo aniquiló, y de que, sin quererlo, habían usado sus ruinas para levantar el edificio de la nueva sociedad. (TOCQUEVILLE 1978/1856, p. 9)


Este punto de partida era ya congenial con el marxiano. La crítica de Tocqueville a la ideología le permite reconocer y aprehender la continuidad del despotismo:


[...] se percibe entonces un enorme poder central que, en su unidad, ha atraído y engullido a todas la partes constitutivas de la autoridad y la influencia, que antes estaban dispersas en un amasijo de poderes, órdenes, clases, profesiones, familias e individuos y, al mismo tiempo, diseminados por todo el cuerpo social [...] Ya Mirabeau vio la forma simple, regular y grandiosa en el polvo de las instituciones antiguas semiderruidas. Pese a su magnitud, el objeto era entonces aún invisible a la muchedumbre; poco a poco, sin embargo, el tiempo lo ha descubierto a los ojos de todos. Actualmente, fascina particularmente la mirada de los príncipes; lo observan con admiración, con envidia, no sólo los que deben su puesto a la revolución, sino también aquéllos que le son totalmente extraños y decididamente enemigos; todos se esfuerzan, en su territorio, por aniquilar fueros y abolir privilegios; mezclan los estamentos, nivelan su diferencia; colocan funcionarios en el lugar de la aristocracia, la uniformidad de las leyes en el lugar de las libertades locales, el gobierno unitario en el lugar de los diversos poderes. (TOCQUEVILLE op. cit. pp. 25 ss.)


La «unitariedad» y «uniformidad» del cuerpo social, instaladas tanto por el Absolutismo como por la revolución, no es otra cosa que su acomodación al naciente sistema productor de mercancías. Lo grandioso en Tocqueville es haber reconocido ya esta conexión, aun sin haberla remontado (como analítico de la «superestructura política») a las estructuras de una crítica de la economía, como hizo Marx; precisamente por ello, puede leérsele como a un Marx de la crítica política de las instituciones de la moderna democracia basada en la forma de la mercancía. Tocqueville percibió ya, sin dejarse deslumbrar por sus coberturas ideológicas, lo precario de la ilusión burguesa de sujeto, que aparece tanto en el absolutismo como en la democracia, la voluntad de mando del sujeto constituido conforme a la mercancía frente a su contexto formal, prepotente y carente de sujeto. No se puede explicar, a partir de la introspección,


que todos los hombres de nuestros días sean arrastrados por una fuerza desconocida [!], que se puede esperar regular y moderar, pero no vencer, y que, ora lentamente ora con violento ímpetu, los lleva a la aniquilación de la aristocracia [...] Unos creen que esta potencia desconocida, a la que nada parece nutrir, a la que nada parece restar energía, a la que nadie prodría detener, que ni ella misma puede detenerse [!], empujará a la sociedad humana hasta su disolución total y absoluta. (TOCQUEVILLE op. cit. pp. 14 ss.)


Esta lógica de la «disolución» sobrepasa con mucho la situación de entonces, en que su invocación era frecuentemente instrumentalizada por la reacción aristocrática con fines claramente contrarevolucionarios. Tocqueville señala más bien al fin de este proceso de disolución en nuestro tiempo, en el que la mónada del individuo abstracto se ha realizado prácticamente como marioneta del asubjetivo proceso de automovimiento de la forma de mercancía:


Los seres humanos ya no están ligados entre sí por medio de castas, clases, corporaciones y sexos; y, por ello, están cada vez más inclinados a ocuparse únicamente de su interés particular, a pensar siempre exclusivamente en sí mismos, y a retraerse a un individualismo en el que se ahoga toda virtud pública. El despotismo, lejos de combatir esta tendencia, la hace irresistible, pues, sustrae a los ciudadanos todo entusiasmo común, toda necesidad comunitaria, toda necesidad de entendimiento mutuo, toda oportunidad de acción comunitaria; los enclaustra, por decirlo así, en la vida privada [!]. Estaban ya inclinados a la separación, él los aísla; eran fríos unos con otros, él los hiela por completo. Puesto que en una sociedad como ésta, nada se mantiene fijo, todos están en constante excitación, en parte por el temor a descender, en parte por el ansia de subir; y, porque el dinero, que entretanto se ha convertido en la principal característica para clasificar a los seres humanos y determinar sus diferencias de rango, ha alcanzado aquí una movilidad extraordinaria, en tanto que incesantemente va de mano en mano, modifica la situación de los individuos y eleva o derriba las familias, no hay nadie que no esté necesitado, que no esté lleno de vacilaciones y que no haga continuos esfuerfuerzos para asegurárselo o para ganarlo. (TOCQUEVILLE op. cit. p. 15)


Esta declaración es tanto más digna de ser remarcada, cuanto que Tocqueville no habla como ideólogo conservador o reaccionario de la vieja aristocracia, sino como defensor crítico de la nueva sociedad, cuya sumisión a la «fuerza desconocida» del trabajo abstracto y su movimiento tautológico, no obstante, no está dispuesto a suprimir. Y, precisamente por ello, esta declaración no pertenece simplemente a la prehistoria del sistema productor de mercancías, en el siglo 18 y principios del 19, sino, con sorprendente brutalidad, a su última etapa a finales del siglo 20.

El verdadero despotismo de la modernidad es el absolutismo asubjetivo del dinero, o sea, del trabajo abstracto y de su utilización económico- industrial. El despotismo histórico, tanto el de los príncipes absolutos, como el de la Revolución Francesa, muy lejos de ser autosuficiente para hacer pervivir la voluntat estatalista de sus propios fines, no fue más que la burda comadrona de este absoluto fetichista. Tuvo por función, meramente, «enclaustrar» a los seres humanos, que estaban rompiendo las cadenas feudales, en aquella abstracta privacidad en la que hoy habitan totalmente solos, pero cuyo muro entretanto se agrieta y desmorona peligrosamente. Cuando los occidentales se estremecían y horrorizaban a la vista, por ejemplo, de las «hormigas azules» de China o de los «soldados del trabajo» bajo comando despótico, no veían más que su propio pasado social en la máquina del tiempo: el protoestadio de los sujetos, que ellos mismos son hoy.

La ilusión de sujeto de la modernización burguesa, creada por el absolutismo y prolongada por la Revolución Francesa y el bonapartismo, la cual, en el Oeste, empezó a debilitarse, por lo menos ideológicamente, a finales del siglo 19*3 , fue heredada, a comienzos del 20, por la Revolución de Octubre rusa y el subsiguiente socialismo real, cuyo disfraz ideológico a duras penas ocultaba el estado de hechos real. La teoría de Tocqueville de la identidad entre «antiguo estado» y «revolución» en el proceso de modernización bueguesa resulta en gran parte adecuada a esto. Pues, bajo la condiciones de un ya relativamente elevado grado de desarrollo del sistema productor de mercancías en el Oeste y una ya avanzada lucha de competencia por el mercado mundial, en todo nuevo impulso modernizador, en las regiones del mundo todavía no desarrolladas, debía estar acuñado por el carácter de un particularmente violento desarrollo tardío, en el que el estatalismo temprano-moderno no se repetía simplemente, sino que se alzaba aun más puro, más consecuente y más riguroso que en los originales occidentales, derrumbados mucho antes*4 .


El estado racional burgués de Fichte y su réplica realsocialista

Las nociones ideológicas son siempre más consecuentes y lógicas en sí que la realidad social que desfiguran y reflejan deformadamente. Por ello, en la sucesión histórica de las formaciones sociales, pueden aparecer como realizadas, o por lo menos realizables, en la realidad [Realität] de un grado de desarrollo posterior, cuyo pre-reflejo eran en realidad [Wirklichkeit], en la medida en que este estado de cosas es reconocido y descifrado. La filosofía clásica alemana, por ejemplo, ofrece en muchos aspectos y disimuladas de diversos modos, incluso teoréticamente, reflexiones directas e indirectas de la moderna lógica de la mercancía, en la anticipación ideal a todos los estadios posteriores de desarrollo. De vez en cuando, esta conexión aparece, incluso, totalmente al descubierto en escritos de teoría estatal y económica.

Esto particularmente claro, cuando se compara la realidad [Wirklichkeit] estatalista del socialismo real en la primera mitad del siglo 20 con las ideas teorético-sociales más avanzadas y las pretensiones programáticas de la época (tardo-) mercantilista, representadas en Alemania, inigualablemente, por el escrito polémico de Fichte acerca del «estado comercial cerrado» escrito en otoño de 1800 y cuyas formulaciones nucleares pueden resultar sorprendentes. El «estado racional» burgués de Fichte presupone ya un sistema productor de mercancías, es decir, los «productos» son producidos como «mercancías» y mediatizados por el «cambio», sin embargo,


el gobierno debe prever [!] este intecambio que tiene lugar en la nación, tanto la cantidad de manos que se ocuparán, tanto en general como en los diversos ramos, en caso de que se considere necesaria tal división, [...] En un estado organizado según los principios expuestos, no se puede llevar al comercio productos para su venta, si no se está seguro de su salida inmediata, mientras que la producción y fabricación permitidas, según las posibles necesidades, ya están previstas en el fundamento del estado. El comercio puede exigir, incluso, esta salida. Del mismo modo que se le ha asegurado un vendedor determinado, se le ha asegurado también un comprador determinado. [...] En este estado, todos son servidores del todo y obtienen, por ello, sus justa participación en los bienes del todo. Nadie puede enriquecerse particularmente, pero tampoco nadie puede empobrecer. [...] El gobierno debe prever que llegue al mercado una cantidad suficiente de mercancías, para asegurar permanentemente a sus súbditos la satisfacción de sus necesidades habituales. [...] Debe fijar y grantizar [!] el precio de las mercancías. (FICHTE 1977/1800, pp. 88 ss.)


El intento de realizar este «estado racional» fichteano de una producción planificada de mercancías no sería acometido hasta 120 años más tarde. De este modo, queda claro que el derrumbamiento actual de la economía soviética marca más bien el naufragio póstumo del idealismo burgués alemán que el envejecimiento de la crítica marxiana a la economía política*5 , a la que el socialismo real sólo pudo invocar burda y superficialmente. Esta sorprendente conexión viene reforzada cuando Fichte, junto a la producción planificada de mercancías, define, como distintivo de su «estado racional», la «propiedad» del derecho al trabajo, único que hace al trabajador verdadero ciudadano del estado:


¿Qué más puede darle el estado? Evidentemente, sólo la garantía de que siempre encontrará trabajo, o salida para sus mercancías, y la parte correspondiente de los bienes del país que por ello deba percibir. Es sólo esta garantía lo que lo vincula al estado en sí. Pero el estado no puede ofrecer esta garantía si no fija el número de ellos que trabajen en el mismo ramo y cuida del sostenimiento de todos ellos. [...] Seguridad, digo, debe darles el estado, debe ofrecerles la garantía. Decir: todo esto ya se da por sí mismo, cada cual encontrará pan y trabajo, y dejarlo a la ventura no es adecuado a una constitución completamente justa. (FICHTE op. cit. p. 111)


Mercado planificado y derecho al trabajo (lo que puede decirse de otra manera: obligación de trabajar y dirección estatal), este programa nuclear económico-social del socialismo real es, de hecho, mercantilismo ideológico, acuñado programáticamente ya en el más temprano inicio de la modernidad. Y Fichte da nombre también a la tercera característica decisiva de la economía de estado:


Todo comercio con el extranjero debe estar prohibido, y de hecho imposible, para los súbditos. No precisa demostración que, en el sistema social expuesto, no hay lugar para el intercambio entre súbditos y extranjeros. El gobierno [...] debe fijar y garantizar el precio de las mercancías. ¿Cómo podría hacerlo frente al extranjero, puesto que no puede determinarle los precios con los que vive en su propio país y a los que paga las materias primas? [...] Así, el estado racional es un estado comercial cerrado por completo, del mismo modo que es un reino cerrado de leyes e individuos. [...] Si el estado precisa de un intercambio con el extranjero, sólo el gobierno debe llevarlo a cabo. (FICHTE op. cit. 88 s.)


Por lo tanto, tambien el monopolio estatal del comercio exterior del realsocialismo pertenecía ya al programa conscuente del mercantilismo. Todas las características decisivas y las formas básicas, supuestamente no capitalistas, del socialismo de estado soviético (y de todos los regímenes emparentados) en el siglo 20 fueron preformuladas ya por el capitalismo mismo y sus ideólogos avanzados en el umbral de la industrialización; no son ajenas a la naturaleza del capital o sistema productor de mercancías, sino características estructurales de su propio nacimiento histórico. Por eso deben ser repetidas allí donde ese nacimiento vuelve a consumarse. Para ello, no era en absoluto precisa la crítica marxiana a la economía política, cuando todo lo esencial al «socialismo» podía hallarse ya, más de una generación antes, en Fichte*6 .

El capitalismo, es decir, la producción de mercancías desarrollada hasta sistema de reproducción como automovimiento del dinero, no había puesto, desde el principio, las miras en la pura «libertad de mercado», como siguen suponiendo los ideólogos, tanto los procedentes de la derecha como los de la izquierda. Más bien podría hablarse de un movimiento ondulatorio de elementos constitutivos contradictorios en la historia de la modernización burguesa, en el que los momentos estatalistas y monetaristas se separan y se interpenetran continuamente*7 . Las correspondientes teorías de la convergencia reflejan por completo esta conexión, aunque deformadamente; no como forma de movimiento de un insoluble conflicto básico de la modernidad, que se agudiza críticamente, sino como conciliación ecléctica y aconceptual de esa contradicción nuclear.

Mercado y estado se condicionan mutuamente, pero no como una complementación idealmente pendular de momentos civilizadores de la socialización, sino como institucionalización de una furiosa contradicción, antagónica hasta la aniquilación y la catástrofe. Presos en la ceguera de su propia determinación formal, los sujetos se esfuerzan por su propia aniquilación.

El auténtico conflicto básico de la modernidad no es el que se da entre «trabajo» y «no-trabajo», como siempre ha supuesto el ingenuo marxismo de movimiento obrero y lucha de clases, sino el que se da entre el contenido social y la forma asocial y aconsciente del trabajo mismo. La subordinación de todo lo humano, lo cualitativo, del proponerse valores y fines, de toda necesidad sensible en general, bajo la acualitativa finalidad del movimiento del trabajo muerto —hacer de un mercado, dos—, esa monstruosa exigencia del sistema productor de mercancías, fuerza, como representación externa de su interna contradicción, la contradicción institucional entre estado y mercado. El desgarramiento interno del sujeto burgués se manifiesta como su doble existencia desgajada en la actividad monetaria o mercantil y en la ciudadanía estatal.

El estado, junto al dinero, la otra rueda motriz de la máquina enajenante, obtiene así, por su parte, una doble naturaleza. Históricamente, por una parte, en su forma temprano-moderna, absolutista o revolucionario-burguesa y dictatorial, deviene partero del sistema productor de mercancías, por otra parte, deviene parte constitutiva de éste; institucionalmente, sirve, por una parte, al aseguramiento de las condiciones-marco capitalistas, por otra parte, asciende a instancia reguladora que interviene activamente en el proceso de reproducción del trabajo muerto, tan pronto como los sectores «improductivos» de la infraestructura (ciencia, eliminación de residuos radioactivos, asistencia social, sanidad, educación, reparación de los procesos de destrucción ecológico-sociales, etc.) empiezan a invadir la estructura de automovimiento del dinero; ideológicamente, por último, el estado aparece, por una parte, como Moloch, «devorador de hombres» (GLUCKSMAN 1978), y monstruo leviatánico que amenaza constínuamente con violentar la «auténtica» subjetividad burguesa, por otra parte, sin embargo, aparece como deus ex machina, como instancia de apelación para todas las fricciones y males de la socilización negativa.

Esta contradicción entre estado y mercado, que se reproduce como contradicción interna del estado mismo y en la que se manifiesta la inconciliable contradicción de la modernidad, engendra aquel movimiento ondulatorio en el que alternativamente dominan el estatalismo y el monetarismo, sin llegar a alcanzar jamás el equilibrio de la reproducción libre de trabas: del absolutismo y el estatalismo revolucionario de la modernidad temprana al liberalismo manchesteriano y al «estado vigilante nocturno» del capital industrial naciente; más tarde, del estatalismo de economía de guerra de la época imperialista al estado anti-crisis del keynesianismo y, finalmente, a la compensación monetaria y la «desregulación» global, que hoy ya vuelve a parecer obsoleta*8 . Al final de su historia, el sistema productor de mercancías deviene sospechosamente asmático. Estatalismo y monetarismo se alterna en una sucesión cada vez más acelerada.

El socialismo de movimiento obrero no pudo cumplir el programa de la crítica marxiana a la economía política, el tiempo propio del cual no había llegado todavía (en esto, hasta el propio Marx se hizo ilusiones sistemáticamente). En lugar de ese programa, el socialismo real ha repetido una vez más las ideas tardo-mercantilistas de Fichte y las ha llevado a su «realización». Inevitablemente, tuvo que fijar su atención y sus intereses en el estado moderno, aquel engendro y máquina del sistema productor de mercancías al que creyó poder instrumentalizar, con un mero cambio («de clase») de signos, para la «liberación de la clase obrera»*9





*1. Que, por ejemplo, en la República Popular China, los recaudadores de impuestos fuesen apalizados y encerrados en establos por los campesinos, se corresponde por completo con la masacre estatal de la Plaza de la Paz Celestial y con las burdas exigencias inmediatas de control, por parte del régimen, sobre una economía de mercado, por otra parte liberalizada. Contradicciones del proceso capitalista de modernización tan espeluznantes como ésta se encuentran también en la historia occidental de la constitución del capital, sólo carecen de recuerdo concreto. Quien se sorprende a la vista de los sucesos de Rusia o China, en vez de reconocer en ellos el propio pasado de la sociedad laboral, la democracia y el estado social, o es ingenuo o ha sucumbido a la ideología legitimadora del capitalismo tardío occidental.   reiri al la teksto

*2. Esta conexión ha sido subrallada con frecuencia: “Que los costos bélicos han jugado su papel en el desarrollo del mercantilismo, está fuera de toda duda. Con la construcción de la artillería, de arsenales, de la flota de guerra, de ejércitos y de fortificaciones, los gastos de los estados modernos crecen aceleradamente. Hacer la guerra presupone dinero y siempre más dinero; y, así, la posesión de dinero, la acumulación del noble metal, se convierte en la más pura manía y domina, como la más elevada sabiduría, el pensamiento y el juicio." (BRAUDEL 1986, p. 604)   reiri al la teksto

*3. Como es reconocible en las, cada vez más duras, filosofías de la crisis de la subjetividad burguesa, desde Kierkegaard y Nietzsche, pasando por el vitalismo, hasta el existencialismo. El avance de estas filosofías de la crisis corresponde al de la real des- subjetivación del sistema social, hasta llegar a la actual perplejidad post-keynesiana.  reiri al la teksto

*4. Trotski, que también permanece preso en el estatalismo modernizador, no sabe lo que dice cuando califica a la burocracia estalinista de «bonapartismo», desde luego con ánimo de denuncia («la revolución traicionada»), cuando, en realidad, la analogía señala a un carácter análogo en la historia de la formación del sistema productor de mercancías (TROTSKI 1979/1936). Lo mismo es válido para el concepto de «bonapartismo» de August Thalheimer respecto al fascismo alemán (THALHEIMER 1967/1930), quien no sólo descubre, involuntariamente, una afinidad estructural en los socialismos cuartelarios soviético y fascista, sino también el déficit conceptual de esos marxistas de moviemiento obrero en la crítica de la economía política.  reiri al la teksto

*5. Por lo menos, si se toma el texto fichteano al pie de la letra. Sin perjuicio de lo cual, la filosofía clásica alemana (y, así, también la de Fichte) contiene una riqueza de pensamiento, aún no explicado históricamente, que, en momentos singulares, se eleva muy por encima de la inmediatez de su tiempo, incluso por encima de los límites del sistema productor de mercancías, que no podía aún ser conceptualizado. No sólo la posterior crítica marxiana de la economía política está contenida ahí, en forma aún embrionaria, sino pensamientos que permanecen aún hoy sin desarrollar. Esto diferencia claramente a un Fichte de las míseras vulgaridades tanto de los epígonos marxistas como de los economistas políticos de nuestros días, que han devenido «realistas», en el más mezquino de los sentidos de la palabra.  reiri al la teksto

*6. Con toda candidez, lo afirmó el socialdemócrata francés Jean Jaurès ya a finales del siglo pasado: «Fichte fue el primero en esbozar la teoría del valor que Marx después ha desarrollado completamente.» (JAURÈS 1974/1891, p. 69). Del mismo modo que Marx aparece como epígono de Ricardo en Schumpeter, aparece como epígono de Fichte en Jaurès. El descubrimiento de que estos pensadores ya habían formulado una teoría del valor del trabajo se cortocircuita con la autocomprensión afirmativa del movimiento obrero. Con ello, se escamotea que la teoría marxiana contiene una crítica radical al fetichismo del valor. Así, no debe sorprender que Fichte gozara del mismo aprecio entre los nacionalsocialistas que entre los ideólogos del movimiento obrero.  reiri al la teksto

*7. También en esto, lamentablemente, permanece tradicionalmente aconceptual Fernand Braudel: «Sin respuesta clara ha permanecido, entre otras, la pregunta frecuentemente repetida de si el estado ha fomentado realmente el capitalismo y si ha acelerado su desarrollo. Con todas las reservas que uno pueda albergar respecto a la madurez del sistema moderno, se debe afirmar, no obstante, que entre los siglos 16 y 18 ha extendido su influjo sobre todos y sobre todo, que se cuenta entre las nuevas fuerzad de Europa. Pero, ¿lo aclara ya todo, lo somete todo a su ordenación? No y otra vez no! Sin duda, fomenta y sostiene al capitalismo, pero también se puede, en aplicación del teorema de la reversibilidad de las perspectivas, afirmar lo contrario, es decir, que el estado entorpece el ascenso del capitalismo y, según las circunstancias, también él, por su parte, es estorbado por el capitalismo. Ambas expresiones concuerdan [...] puesto que la realidad oculta en sí constantemente complicaciones previsibles e imprevisibles.» (BRAUDEL 1986, p. 613). El estado aparece ahí como principio abstracto, como ser independiente que se enfrenta al «capitalismo» de forma meramente exterior, en vez de ser entendido, en su forma moderna, como un momento constitutivo y, al mismo tiempo, inmanente del capital mismo. Aquí se ve como los «nuevos historiadores» ( y no sólo ellos) predican, con el pretexto de la diferenciabilidad científica, la más desastrosa aconceptualidad, que, a fuerza de contar árboles, pierde de vista el bosque. No es ninguna relación de contradicción externa entre estado y capital de lo que Braudel trata, sino la contradicción interna del capital mismo, cuyo momento es meramente el estado ya en la historia temprano-moderna de la constitución de esta formación social.  reiri al la teksto

*8. Significativamente, para la conciencia burguesa, incluso la de izquierda, la percepción de las épocas previas debe realizarse a través del filtro de los momentos de la contradicción que dominaba en cada una de ellas, en vez de reconocer la complementariedad hostil de ese momento mismo en el proceso histórico global de la modernidad. En este contexto, también puede ser descifrada, en lo que sigue, la ideología realsocialista.  reiri al la teksto

*9. El anarquismo, y corrientes emparentadas (sindicalismo, etc.), sólo ofrece una alternativa aparente a la corriente principal del antiguo movimiento obrero, puesto que fundamentan (Proudhon, por ejemplo) su antiestatalismo, precisamente con ideologías de una producción de mercancías «autodeterminadas» y «justas»; desconocen, por consiguiente, tanto las legalidades del sistema productor de mercancías, como la conexión interna de forma de mercancía y estado moderno. Este tipo de inmanencia burguesa es meramente complementaria al marxismo de socialismo de estado y representa, por decirlo así, la cara liberal o monetarista de la contradicción burguesa en el movimiento obrero, que, así, reproduce una vez más, en su propio terreno, la oposición de estado y mercado, estatalismo y monetarismo, civilidad y sujeto de cambio.  reiri al la teksto


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