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Robert Kurz:
Lógica y ethos de la sociedad laboral
Los vencedores perplejos
Nunca hubo tanto final. Con el derrumbamiento del realsocialismo, toda una época desaparece y
deviene historia. La familiar constelación social mundial de la postguerra se disuelve ante nuestros ojos a una
velocidad increíble. Toda una era se ha extinguido; sin embargo, la pregunta apremia: ¿cuál, en
realidad? Desde la perspectiva del más bien subprivilegiado conflicto Este-Oeste, puede parecer a primera vista
que el Oeste ha vencido, como si su sistema hubiese mostrado ser el mejor.
Si se toma el concepto conflicto de sistemas literalmente, entonces hay que observar en los hechos
una capitulación teorética y práctica de enorme magnitud, como nadie (y menos en
tan poco tiempo) hubiese tenido por posible. "Un fantasma cae al suelo" (Süddeutsche
Zeitung). Entre tanto, no sólo en la Unión Soviética misma se ha "abandonado la
idea de una dictadura del proletariado", propagado la propiedad individual y proclamado la transición a la
economía mercantil de competencia. Junto con el coloso central, caen también de rodillas sus
sociedades periféricas, zonas dependientes y portaestandartes ideales. La RDA acaba en suicidio y, hasta en
Hungría, "el capitalista deviene figura positiva". El PC italiano, ya, sin necesidad de esto,
socialdemocratizado desde hace mucho, ratifica: "El martillo y la hoz van a la chatarra", mientras que la
clase intelectual italiana, en su rechazo del marxismo, perpetra "parricidio por neglicencia". La Libia de
Gadafi "intenta el cauto abandono del socialismo estricto de la Revolución", Mengistu de
Etiopía "renuncia al marxismo", Mozambique, al igual que Angola, "se aleja, empobrecida,
del marxismo" y el gobierno de Hanoi "se basa en John Maynard Keynes".
Esta antología de la prensa desde l989 puede prolongarse casi a voluntad. No es ningún
milagro, pues, que los ideológos del, a todas luces, vencedor histórico se ensoberbezcan. En verano de l989, el americano Francis Fukuyama, director suplente del Comité de Planificación del Ministerio de
Asuntos Exteriores norteamericano, proclamó en un artículo para la revista National Interest,
algo prematura e impertinentemente, el "final de la historia"; una sentencia que se ha extendido cual
reguero de pólvora y ha sido masivamente citada. El autor fundamenta su tesis, para colmo, incluso con la idea
hegeliana de una "forma definitiva, racional, de la sociedad y del estado" que, por descontado, debe erigirse
en la un tanto idiosincrática forma del american way of life. Y un columnista de la
International Herald Tribune, con el bello nombre de Charles Krauthammer, también
creía poder responder, en este quizá algo precario sentido, la "pregunta de Platón por la
forma óptima de gobierno".
Ahora bién, la evidencia de una victoria relativa del mundo occidental apenas puede ser
discutida, si la medida usada hasta ahora para los conflictos de sistema debe seguir siendo válida y si una
metacritica no parece siquiera pensable. Pero ésta precisamente es la cuestión. Pues, ¿ha actuado el
Oeste consciente y autoconscientemente en aquel terreno, que ahora imagina hollar triunfante? Cuando una llorosa
izquierda occidental trata de forma meramente negativa el sospechosamente amortiguado júbilo triunfal oficial
de los mercaderes, en tanto que lamenta el absurdo real de la gerontocracia de una economía estatal
potiomquiana como víctima de "la prepotencia y la agresión permanente del
imperialismo"*1 , puede perder el sentido de la realidad, como
aquel frío guerrero, ya senil y achacoso, que súbitamente cree sentir su segunda primavera en las
entrañas, pero que ya no sabe muy bién qué hacer con la novia regalada. Lo
fantasmagórico de las reacciones ideológicas, tanto las procedentes de la izquierda como las de la
derecha, ante el derrumbamiento oriental se muestra no sólo en que ellas mismas pertenecen a la época
que sucumbe, sino en que, a través de su velo, se hace visible la auténtica asubjetividad de los procesos
sociales básicos.
Los propagonistas de la constelación social mundial, existente hasta ahora, se descubren, y no
sólo a ambos lados del Elba, precisamente en su extinción, como engranajes de un desarrollo
histórico, claramente ciego y objetivado, que se ha consumado a sus espaldas. Pues, en realidad, Occidente
quedó tan sorprendido por el derrumbamiento de su íntimo enemigo, el sistema del realsocialismo,
como los gerontocráticos representantes de éste. Un curioso vencedor, el que de tal modo se sorprende
de su propia superioridad y de los resultados de su propia victoria. Sin embargo, si no fueron las actividades de la clase
política occidental las que, en el conflicto sistémico, provocaron el derrumbamiento del realsocialismo,
sino que lo provocó más bién el dramático fracaso de sus mecanismos internos,
entonces la ignorancia de este potencial de la crisis y la catástrofe por parte de las élites, saturadas de
información, de ambas esferas político-económicas permite entrever la verdad de que los
aparentes dominadores, aquí como allí, deben estar afectados por idéntica ceguera.
Pero si ambos partidos en lucha son dominados por procesos sociales cuasi-naturales, entonces podemos
suponer, en efecto, una comunidad fundamental de los sistemas en conflicto. El suelo mismo al que han llevado su
competición podría tambalearse. Y también en la prensa burguesa, se mezclan ya voces de
advertencia y duda en el un tanto ingenuo griterío triunfal de los ideólogos de la inmediatez:
"¿Debe ser ésta, realmente, la sociedad perfecta que triunfe para siempre sobre el socialismo?"
(condesa Dönhoff, en Die Zeit de 22.09.1989). En verdad, no parece que ésa vaya a ser la
sociedad del sistema occidental. Y algunos oscuros presentimientos de aquellos que, no obstante, la consideran y
defienden como suya, podrían verse en el triunfo, meramente amortiguado, que se muestra autocrítico
y, por ello, tanto más autosatisfecho.
La cuestión es, pues, en qué medida con la crisis particular del sistema perdedor,
independientemente de la autocontención, que rezuma sabiduría, de una conciencia occidental de la
victoria que simplemente quiere evitar tentar a los dioses con su arrogancia, en realidad, se ha puesto en marcha una
crisis total, que amenaza también a los presuntos vencedores y que muestra el fundamento común de
los sistemas, que podría dar suelo a los pies de una metacrítica en general. Ciertamente, la
ideología burguesa de la modernidad ha producido, desde ya hace tiempo, elementos de una metacrítica
tal, sin con ello, no obstante, poder alcanzar los fundamentos sociales, que siguen en la obscuridad. Ya desde los
años cincuenta, las teorías occidentales de la convergencia habían pronosticado, para bien y para
mal, una asimilación de las formas sociales, las cuales se excluían sólo superficialmente.
Por una parte, se remontó este parentesco interno a las comunes presuposiciones cientifico-naturales y
técnicas de la modernidad; sobre todo por las corrientes del pesimismo cultural, que veían todas la
manifestaciones de la crisis del siglo 20 ancladas en la base socio-industrial misma (véase, por ejemplo,
FREYER l955) y sólo querían reconocer una fuerza de control, si acaso, en irreductible
relación con un potencial de enajenación ontológico*2 .
Por otra parte, sin embargo, el pensamiento de la convergencia se nutría de aquellas teorías
económicas, keynesianamente rebozadas, que daban la palabra a la ineluctable necesidad de una mutua
interpenetración de los mecanismos de mercado y la regulación estatal. Del mismo modo que el Este
debía reconocer sus derechos al mercado, el Oeste debía reconocerlos al estado. Este pensamiento se
basa, claramente, en aquel dualismo ecléctico que caracteriza, en tantos aspectos, a la moderna conciencia
teorética burguesa: mercado y estado aparecen como par de opuestos de realidad y concepto, tan indisoluble
como los de individuo y sociedad o producción y circulación, economía y política, etc.
También aquí se transforma conciliadoramente, por medio de un turbio pesimismo, un momento
específicamente histórico de las sociedades modernas en lo ontológico.
No obstante, no se ha dado ni una reconciliación asimiladora de mercado y estado, ni un proceso
ontológico de transformación de las sociedades industriales acuñadas científico-
naturalmente, sino un derrumbamiento histórico. Si éste no muestra, simplemente, la victoria del
sistema de economía de mercado occidental como la de una formación meramente externa al
ignominiosamente fenecido realsocialismo, sino que señala a un amenazado fundamento común, que se
obsoletiza por momentos, entonces éste debe ser buscado más allá tanto del paradigma socio-
industrial, como de la relación entre mercado y estado. Mercado y estado,al igual que los agentes
técnicos y científico-naturales puestos en movimiento, siguen una lógica social básica
más profunda; cuya identificación como sociedad laboral de ningún modo indica una
cualidad ontológica humana fundamental.
Si la perplejidad de los más reflexivos entre los "vencedores" ha de ser algo más
que la autocrítica, en cierta medida hipócrita, de alguien que, sin embargo, se sabe un nomber
one de la historia; si una continua crisis global madura objetivamente y da a los oscuros presentimientos de
admonitores y dubitantes un fundamento más serio de lo que, quizá, era de prever, entonces debe
investigarse esta crisis en aquel plano en el que están enraizados todos los sistemas sociales de la modernidad
conocidos hasta ahora. El lema, extendido desde hace tiempo, de la crisis de la sociedad laboral, aunque hasta
ahora sólo aparece como problemática particular y de ningún modo está ligado a la
forma social básica, podría originarse en un presentimiento de esta metacrisis en maduración.
El trabajo abstracto como fin en sí mismo
El discurso acerca de la crisis de la sociedad laboral debe aparecer tanto más
infrecuentemente, cuanto que no sólo la ideología burguesa, sino mucho más aun el marxismo
de movimiento obrero ha proclamado contínuamente el "trabajo" como la esencia
suprahistórica del hombre en absoluto e, incluso ha converido este supuesto hecho fundamental en el eje
principal de su crítica a la sociedad burguesa. La discusión histórica y social de la modernidad,
hasta ahora, ha sido conducida por el marxismo, entendido como lucha de clases, a una base socio-laboral
común, cuya limitación sólo ahora resulta visible y que comporta su disolución
crítica.
Pues, el trabajo como tal, entendido en esa seca abstractividad, no tiene absolutamente nada de
suprahistórico. En su forma específicamente histórica, no es nada más que la abstracta
utilización económico-industrial de fuerza humana de trabajo y materiales naturales. En este sentido,
pertenece exclusivamente a la modernidad y, como tal, fue presupuesto por ambos sistemas en conflicto con la misma
incuestionabilidad. El trabajo, en esa curiosa abstractividad, sin embargo, puede determinarse ante todo como un,
igualmente curioso, fin en sí mismo. Precisamente este carácter de fin en sí mismo es lo que
caracteriza de igual modo al sistema burgués del Oeste y al movimiento obrero moderno: es visible en el
"punto de vista del trabajador" y en el abstracto ethos de trabajo, aquella veneración fetichista a un
gasto, tan grande e intensivo como sea posible, de fuerza de trabajo más allá de las necesidades
concretas, subjetivo-sensibles.
En ningún sitio se ha realizado más apasionada y rigurosamente este ethos protestante del
trabajo humano abstracto, en una sociedad convertida en mecanismo laboral, que Max Weber mostró como
característica ideológica e histórica constitucional del capitalismo, como en el movimiento
obrero y en las formaciones sociales del realsocialismo.
No cambia nada que la motivación para la subordinación de los seres humanos al mecanismo
laboral fuese traspasada de los individuos al estado y sus metaobjetivos económico-nacionales; ahí,
aparece el sometimiento a la abstracción del trabajo tanto más ruda y rígida, cuanto que ni una
sola vez se oculta tras la mera apariencia de la finalidad individual. Ahora, más que nunca, es válido,
mutatis mutandis, lo dicho por Max Weber:
Sino que, ante todo el "summum bonum" de esa
"ética", la obtención de dinero y siempre más dinero,
bajo la más estricta renuncia al menor de los goces, es desprovisto tan
completamente de toda perspectiva de búsqueda de la felicidad o simplemente
hedonista, es pensado tan puramente como fin en sí mismo, que aparece como
algo completamente transcendente y absolutamente irracional frente a la
"felicidad" o al "provecho" del individuo. El ser humano
está ligado a la ganancia como finalidad de su vida, ya no la ganancia al ser
humano, como medio de alcanzar la finalidad de satisfacer las necesidades materiales
de su vida. (WEBER l984/l920)
Esta inversión en el contexto del "contexto de sentido" subjetivo, con la que Max Weber
describe una inversión, que para él mismo no está clara, en el proceso de reproducción
de la sociedad*3 , pudo crecer históricamente, por vez
primera, en el clima religioso-ideológico del protestantismo; las nuevas virtudes (burguesas), que se crearon
allí, no deben limitarse, en modo alguno a ese lugar histórico específico y a las máscaras
ideales allí encontradas:
La capacidad de concentración de pensamiento, tanto como la
actitud, absolutamente central de sentirse "comprometido con el trabajo", se
encuentran aquí unificadas con particular frecuencia con la estricta
economicidad, la cual contaba con la distinción y la sublimidad general, y con un
sobrio autodomio y comedimiento, que eleva extraordinariamente la capacidad de
éxito. El suelo para aquella concepción del trabajo como fin en sí
mismo, como "vocación", que fomenta el capitalismo, es lo
más favorable, la oportunidad, para vencer la rutina tradicional, "como
consecuencia" de la educación religiosa a gran escala. [...] El
aborrecimiento y acoso que sufrían, por ejemplo, los trabajadores metodistas en
el siglo 18, por parte de sus compañeros, están ligados [...] de
ningún modo sólo o principalmente a sus excentricidades religiosas [...],
sino a su específica "docilidad laboral", como se diría hoy.
(WEBER, op. cit. p. 53)
El socialismo de movimiento obrero nunca ha estado muy alejado de esta castidad motivacional del antiguo
protestantismo. Si éste hizo de la religión una función del trabajo abstracto, aquél
convirtió el trabajo abstracto en una religión secularizada de la divinizada riqueza nacional por encima
de los intereses relativos a las necesidades humanas; precisamente para Rusia, en el umbral de la modernidad burguesa,
el socialismo fue un sustituto, más o menos adecuado, para los momentos religiosos constitutivos del modo de
producción capitalista en Europa Occidental desde la Reforma.
Cuando Alexej Stachanow, aquel hombre que, según se dice, en la noche del 3l de agosto de l935 en
Donezbecken, extrajo 102 toneladas de carbón en 5 horas y 45 minutos, se convirtió en el modelo y
mito laboral soviéticos, encarnó con ello, precisamente, el principio capitalista del gasto
abstracto de fuerza de trabajo, en cuya bandera está inscrito el trabajo como tautológico fin en
sí mismo. El carácter naturalista de la "ideología de las toneladas" expresa este
principio meramente en cantidades abstractas de materiales y productos no-sensibles. Iluminadora, por ello, la
observación de Thomas Mann, quien, en junio de l919, con ocasión de reflexiones en torno a la
composición de su novela Der Zauberberg, anotó:
Sospechaba, en este contexto, que la diferencia ética entre
capitalismo y socialismo se había reducido con ello, porque para ambos
regía el trabajo como el principio más elevado, como lo absoluto. No se
puede hacer como si el capitalismo fuese una forma de vida parasitaria e improductiva.
Al contrario, el mundo burgués no conocía ningún concepto ni
valor más elevados que el trabajo, y este principio ético no devino oficial
sino en el socialismo; devino principio económico, criterio político y
humano, frente al que se existe o no, y tanto es así que nadie pregunta por
qué y cómo, realmente, posee el trabajo esas dignidad y santidad
incuestionables. ¿O aportaba el socialismo unos sentido y finalidad nuevos al trabajo?
No, que yo sepa. ¿Es el trabajo una creeencia, un absoluto? No. El socialismo no es
más elevado espiritual, moral, humana o religiosamente que la burguesía
capitalista, sino que sólo es su prolongación. Es tan ateo como ella,
pues, el trabajo no es divino. (MANN l979, p. 268)
Este juicio sobre el trabajo abstracto no resulta desvirtuado, porque sea expuesto en el lenguaje del artista, en
vez de en el del crítico de la economía política. Es un liberador y présago golpe en el
rostro de esa divinización del trabajo que ha convertido al socialismo de movimiento obrero, en los hechos, en
mera prolongación del principio capitalista, en vez de ser su superación, y, en la Unión
Soviética, incluso en el ejecutor histórico de este principio del capital, en sí mismo y en propia
carne.
La forma social del sistema productor de mercancías
Obviamente, el principio protestante de la laboriosidad abstracta y desensibilizada no es simplemente
un principio ético, sino que su eticidad específica se deriva, por el contrario, del contexto social formal,
en el que el trabajo en general deviene fin en sí mismo y la sociedad, mecanismo consumidor de fuerza de
trabajo. Sin embargo, es precisamente esta forma social lo que escapa a Max Weber, y no sólo a él,
porque la presupone como axioma. Y únicamente a partir de esta forma social, cuya determinación
parece producir tantas dificultades, puede comprenderse el trabajo como algo históricamente
específico, más allá de cualidades ontológicas básicas.
Este específico ser formal del trabajo, y del correspondiente concepto de trabajo, es efectivamente
inconciliable con todas las formaciones sociales anteriores de la historia humana, porque en éstas el trabajo, su
producto y la apropiación de éste aparecen, en lo esencial, en su forma concreta, inmediata, sensible
_como "valor de uso", en el lenguaje de la economía política. Aun cuando el trabajo, como
labor en el sentido antiguo, como penalidad e infortunio, llenase total y absolutamente el horizonte vital de la
mayoría, esto era debido al nivel relativamente bajo de desarrollo de las fuerzas productivas en la
"simbiosis con la naturaleza" (Marx); el trabajo, pues, era una necesidad impuesta naturalmente, pero,
precisamente por ello, nungún gasto abstracto de fuerza de trabajo y ningún fin en sí mismo de
la sociedad.
En el sistema productor de mercancías de la modernidad, por el contrario, la lógica de la
necesidad se ha invertido: en la medida en que las fuerzas productivas han hecho pedazos, con la
industrialización y cientificismo, la coerción de la "primera naturaleza", se ven sometidas a
una nueva coerción secundaria producida inconscientemente. La forma de la reproducción social de la
mercancía se convierte en la "segunda naturaleza", cuya necesidad se yergue ante los individuos tan
ciega y exigente la de la "primera naturaleza", a pesar de ser una simple creación social.
Sociedad laboral como concepto ontológico sería una tautología,
porque, a lo largo de la historia, la socialidad, cualquiera que fuese su forma derivada, sólo ha podido ser
laboral. Una sociedad sin trabajo sólo se ha fantaseado en las ingenuas representaciones del paraíso y en
los cuentos del país de Jauja. Pero la conexión natural entre esfuerzo y riqueza en productos ha sido
resquebrajada por el dinero desde el Renacimiento.
Que el trabajo vivo se transforme, como producción de mercancías, en trabajo muerto,
"representado" (como decía Marx) en la encarnación del dinero, aparece como
algo evidente a la conciencia moderna. De hecho, el dinero es una categoría de lo real, que se ha
acuñado a través de muchas formaciones históricas, aunque la categoría básica
del valor, que le subyace, no sea, de modo significativo, reflejada de modo sistemático hasta las
teorías económicas modernas. Como mercancías, los productos son cosas-valor abstractas,
vaciadas de todo contenido sensible, y sólo en esta extraña forma son mediatizadas socialmente. En el
contexto de la crítica marxiana a la economía política, este valor económico es
determinado de modo puramente negativo, como cosificado, fetichista, desprovisto de todo contenido sensible
concreto, forma de representación abstracta y muerta del trabajo social pretérito en los productos, la
cual se desarrolla hasta convertirse en la "cosa abstracta", en un inmanente movimiento formal hacia el
dinero de la relacion de intercambio. Este valor es el distintivo de una sociedad que no es dueña de sí
misma*4 .
En oposición total con esto, sin embargo, la teoría burguesa ha tomado, ya desde sus
clàsicos, esta forma como un apriori y, finalmente, ha renunciado a explicarla siquiera. Justamente su evidencia
parecía ser la prueba de su caràcter ontològico, el cual ya no precisaba ser explicado
teoréticamente. Pero, con ello, se perpetra la inversión en la que se transpone la "primera"
y la "segunda" naturaleza: esa inversión, sin la cual no se habría constituído
ninguna de las sociedades de la modernidad. Precisamente en ella, sin embargo, está enraizado ese
carácter de fin en sí mismo del trabajo moderno.
La mercancía premoderna ha sido algo totalmente distinto a la moderna. La mercancía
ahí no pudo constituir una forma social de reproducción, sino que se mantuvo siempre en "forma
de tesoro" (Marx), en las relaciones de producción y apropiación económico-naturales;
por ello, la sociedad, como todo, no era un sistema de producción de mercancías. El trabajo que
producía mercancías (por ejemplo, en las artesanía de las ciudades), se mantenía en el
horizonte social del valor de uso, producía meramente para el cambio de productos sensibles. En esta medida,
se puede decir de él que "se agota en el valor de uso" (Marx), incluso en el rodeo por las
abstracciones del proceso de intercanbio en el mercado.
Precisamente de eso, no hay nada en el proceso de producción de la mercancía moderna. De
ningún modo aparece aquí el valor en la forma, nunca antes elevada a relación de
producción, del plusvalor como la forma socialmente mediatizadora del valor de uso sensible, sino que,
por el contrario, se relaciona tautológicamente consigo mismo: el fetichismo ha devenido autoreflexivo
y, por medio de él se ha constituido el trabajo abstracto como mecanismo con fin en sí mismo. Ahora
ya no se "agota" en el valor de uso, sino que se presenta como automovimiento del dinero, como
transformación de un cuanto de trabajo abstracto y muerto en otro cuanto, mayor, de trabajo abstracto y
muerto (plusvalor) y, así, como movimiento tautológico de reproducción y
autoreflexión del dinero; el cual sólo de esta forma deviene capital y, por tanto, moderno. En
este ser del dinero como capital, sin embargo, el gasto de trabajo es arrancado del contexto de la creación de
valores de uso sensibles y se transforma en aquel abstracto fin en sí mismo. El trabajo vivo sólo aparece
ya como expresión del trabajo muerto independizado, con ello, el producto concreto, sensible, sólo
como expresión de la abstracción del dinero.
Los recursos humanos y materiales (fuerza de trabajo, herramientas, máquinas, materias primas y
materiales) ya no pueden ser utilizados en la "simbiosis con la naturaleza" con la finalidad de satisfacer
necesidades. Sólo sirven ya a la autoreflexión tautológica del dinero como "más
dinero". Las necesidades sensibles, por tanto, sólo pueden satisfacerse a través de la
producción no-sensible de plusvalor, que se realiza inconscientemente como abstracta producción
de beneficios económico-industrial. El cambio, en el mercado, ya no sirve a la mediación social de
bienes de uso, sino a la realización del beneficio, es decir, a la transformación de trabajo muerto en
dinero y la mediación de bienes de uso tiene lugar sólo como manifestación secundaria de este
auténtico proceso al nivel del dinero.
Con ello, todo el proceso vital social e individual resulta sometido a la espantosa banalidad del dinero y a su
auto-movimiento tautológico, cuya superficie, bajo diversas variaciones históricas, firma como la
famosa economía moderna de mercado. Tras la ligera subjetividad de cambio del mercado, se esconde el
pesado hombre de trabajo, que sólo aparece, en forma particularmente burda, como un Stachanow;
detrás de la resplandeciente fachada del colorido envoltorio del valor de uso, se oculta la fetichista cualidad de
capital de los productos, que los acuña como fantasmagórica "gelatina de trabajo" (Marx).
Su existencia sensible se convierte en algo secundario y mal necesario para el proceso de trabajo abstracto y del dinero
El sometimiento del contenido sensible del trabajo y de las necesidades a la ciega autoreflexión del
dinero tiene en sí algo de monstruoso. Esta monstruosidad se expresó, en el desarrollo de la
modernidad, en la escalada históricamente creciente de las crisis, en las cuales se destruyeron masivamente los
recursos humanos y materiales porque, de modo incomprensible, ya no podían alcanzar aquel fin en sí
mismo de la transformación de trabajo vivo en dinero.
Pero, por otra parte, fue este mismo desarrollo, el que, en un proceso contradictorio en sí, produjo las
modernas fuerzas productivas y una enorme ampliación de las necesidades y las posibilidades de los individuos.
Los inintencionados efectos colaterales del sistema de producción de mercancías moderno cubrieron
durante largo tiempo, durante su fase histórica ascendente , el contenido negativo con momentos
positivos. Mientras cumplió esta misión civilizadora" (Marx), este sistema
también ha funcionado en la medida en que se imponía contra todas todas las relaciones de
producción premodernas, corporativas y estáticas. Las crisis tuvieron el carácter de meras
interrupciones en su proceso de ascenso y, en lo esencial, parecían ser superables.
Bajo esta constelación del sistema productor de mercancías en su poderoso ascenso entra
también, ahora de forma evidente, el moderno movimiento obrero, al igual que su marxismo como
correspondiente reflejo teorético y, finalmente, la génesis de la version realsocialista de la moderna
sociedad laboral, cuyo derrumbamiento tiene lugar ante nuestros ojos. Perplejo en el horizonte histórico del
ascenso del trabajo abstracto, su carácter tautológico de finalidad en sí mismo no puede ser
vencido ni ideal ni materialmente.
El mercado planificado" del Este no ha abandonado las categorías del mercado, ni
siquiera según su propio diseño. A causa de ello, aparecen también en el realsocialismo
todas las categorías fundamentales del capital: sueldo, precio y beneficio (ganancia económico-
empresarial). No sólo ha tomado la base del trabajo abstracto, sinó que lo ha llevado a sus
últimas consecuencias.
¿En qué ha consistido, pues, en realidad aquella diferencia sistémica que ahora
empieza a disolverse? El realsocialismo no pudo ya desde el principio suprimir la sociedad capitalista de la
modernidad. Él mismo pertenecía al sistema burgués productor de mercancías y no
disolvió esta forma histórica de socialización en otra distinta, sino que simplemente
representa otro estadío de desarrollo dentro de la misma formación epocal. Lo que
prometía una sociedad futura postburguesa, se desenmascara como un régimen
preburgués, anquilosado, de transición a la modernidad, como un fósil del pasado heroico
del capital.
*1. Así suena un plañido de la tumba del viejo marxismo de movimiento
obrero, exhalado por la revista Arbeiterstimme, por mentar sólo un ejemplo particularmente craso. reiri al la teksto
*2. Esta argumentación se repite hoy, con las debidas modificaciones, por los
fundamentalistas ecológicos, que o bien no son conscientes en absoluto de haber surgido del pesismismo cultural-vitalista, o bien intentan desmentir este
hecho. Pero, como siempre a lo largo de la historia, pronto bicentenaria, la crítica inmediata de la ciencia natural y la industrialización
actúa de forma afirmativa precisamente en que hace desaparecer la historicidad de las formaciones sociales reales y convierte las crisis sociales en lo
ontológico. La irracionalidad del fundamentalismo (tanto del ecológico como del religioso) se basa en la imposibilidad de su realización
práctica, la cual lo hace útil como ideología legitimadora negativa. reiri al la teksto
*3. A diferencia de Marx, claramente falto de toda crítica formal a esta moderna
sociedad laboral, cuyas formas básicas aparecen tan autoevidentes y ontológicas a Weber, como a los marxistas de movimiento obrero y a los
economistas políticos burgueses. reiri al la teksto
*4. Es significativo que, en la ideología del movimiento obrero, se transformara
el concepto marxiano crítico del valor, denunciado como forma fetichista, en su contrario, a través de la afirmación del "trabajador
que crea valor". En esta figura ideológica, la contradicción inconciliable entre el fetichista valor de cambio y el sensible valor de uso se
desfigura por completo en una masa aconceptual.
reiri al la teksto
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