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Contra la pared

Sobre la causa común de la crisis ecológica y económica1

Claus Peter Ortlieb

En los centros del capitalismo, mientras que la crisis económica es interpretada –pese a su persistencia– como un fenómeno pasajero, sí que se percibe la crisis ecológica como un problema fundamental de la forma de vida moderna. Demasiado evidente es la contradicción entre los imperativos económicos de crecimiento y la limitación de los recursos materiales y de la capacidad del entorno natural para absorber la basura de la civilización.

Desde hace algunos años la anunciada catástrofe climática está en primera línea de la discusión, aunque más recientemente la atención se haya centrado en otras prioridades relacionadas con los intentos de hacer frente a la crisis económica. Entre tanto, el objetivo de que el calentamiento de la atmósfera no supere los dos grados centígrados, con el que deberían haberse podido evitar sus consecuencias más devastadoras, se considera ya inalcanzable. Exceptuando el comienzo de 2009, año de la recesión, las emisiones de CO2 a nivel mundial se han incrementado de forma constante y el cambio climático ha comenzado a intensificarse, por ejemplo a causa del derretimiento de los suelos de permafrost, que libera otros gases de efecto invernadero, o a la reducción del reflejo de la luz solar debido a la fusión de los glaciares.

Con todo, el cambio climático no es más que uno de los campos de batalla de la “guerra del capital contra el planeta”, como la han denominado los sociólogos estadounidenses John Bellamy Foster, Brett Clark y Richard York en su libro The Ecological Rift2, sin duda digno de ser leído. La acidificación de los océanos, la creciente escasez de agua, la erosión de los suelos, la rápida reducción de la biodiversidad y la contaminación mediante productos químicos son otros procesos de destrucción del entorno, relacionados entre sí; a medio plazo, cada uno de ellos podría tener suficiente potencial como para hacer inhabitables grandes territorios del planeta.

Pero los datos registrados en el contexto del cambio climático han clarificado también la posición que ocupan los causantes de una catástrofe ya apenas evitable, que afectará sobre todo a los países más pobres. En el año 2010 la emisión de CO2 por habitante estaba en 4,4 toneladas a nivel mundial, en los Estados Unidos en 17,3 toneladas, en Alemania en 9,3, en los países europeos en la OCDE en 7,0, en China en 5.4, en la India en 1,4 y en África en 0,9 toneladas (según datos tomados de la Agencia Internacional de la Energía). En los últimos años, China ha recuperado mucho terreno, ya que en el año 2004 sus emisiones por habitante aún estaban por debajo de la media mundial. Resulta evidente que esto se debe a sus tasas de crecimiento, que siguen siendo altas, mientras que los países de la OCDE han de hacer frente a la recesión y por ello sus emisiones de CO2 han decrecido ligeramente.

Pero la estrecha correlación entre el rebasamiento de los límites de la naturaleza y el desarrollo de la riqueza capitalista no se limita a estos datos. Pese a la existencia de algunas excepciones, en general puede decirse que cuanto más desarrollado y más rico es un país, mayor es la contribución de sus ciudadanos a la destrucción global del medio ambiente. Sin embargo, las consecuencias de estas destrucciones rara vez afectan en primera línea a quienes las han producido. En general puede decirse también que los países desarrollados llevan a cabo una “guerra contra el planeta”, pero son los países más pobres los primeros en tener que hacer frente a las consecuencias de la misma. Ese es sin duda uno de los motivos de que hayan afrontado únicamente los síntomas, mientras que rara vez se ha luchado contra las verdaderas causas del problema.

Pero la razón más profunda se debe a la importancia que el crecimiento económico parece seguir teniendo para el bienestar de toda sociedad moderna. Las crisis son siempre crisis de crecimiento. Según el consenso generalizado, para que países como Portugal puedan salir de su miseria sería necesario un crecimiento de su PIB de cerca de un 3% anual, aunque nadie sabe de dónde podría salir dicho crecimiento; según las estimaciones de sus dirigentes, China necesita un crecimiento anual al menos del 7%, y emite un programa coyuntural tras otro en este sentido; y, pese a todas las diferencias que puedan surgir en cada cumbre del G8 o del G20, todos los participantes están de acuerdo en que hay que hacer cuanto sea necesario para incentivar el crecimiento económico global.

Está claro que estamos ante un dilema: las sociedades modernas tienen que crecer, también en competencia con otras, porque de lo contrario amenazan con despedazarse, como les ocurrió a los estados del “socialismo real” a finales de los años ochenta o a los de la “primavera árabe” en esta década – las ideologías democráticas o islamistas que supuestamente causaron el derribo del orden vigente en cada uno de los casos fueron mero folklore–. Pero el tipo de crecimiento del que se habla aquí requiere que crezca con él la destrucción ambiental. En último término no queda sino la alternativa entre la desintegración social y el agotamiento de los recursos naturales del planeta.

El modelo de producción capitalista como punto ciego de la discusión ambiental

Esto salta a la vista sobre todo –dejando a un lado la pura negación del problema– entre los partidarios intransigentes del modelo económico, de cuya retícula de percepción escapan tanto los recursos improductivos, como puede ser una selva tropical, como el futuro más allá del ciclo actual de valorización. En lo que se refiere a tiempos más remotos, les gusta operar con los llamados factores de descuento financiero, que hacen desaparecer los costes futuros. En 2006, Nicholas Stern, antiguo economista jefe del Banco Mundial, calculó en dólares el coste del cambio climático en un informe que lleva su nombre, y gracias a esto la discusión comenzó a cobrar velocidad: por fin se trataba de dinero. Según el Informe Stern, si no se ponía freno al cambio climático, para finales del siglo sus costes ascenderían a entre el 5 y el 20% del PIB mundial, mientras que las medidas necesarias para frenarlo sólo requerían inversiones del 1% del PIB mundial durante los próximos veinte años, que podrían ser financiadas por ejemplo mediante un impuesto sobre el carbono. Pero la pregunta que se plantea ante este tipo de cálculos es cómo se comparan entre sí los costes futuros y los costes que se producen hoy. El Informe Stern opera con un descuento del 1,4% anual, lo que significa que en 90 años un coste de 1.000 dólares se contabiliza hoy con 285 dólares. Frente a ello los economistas del mainstream, y sobre todo William Nordhaus, profesor de economía en Yale, argumentan que el descuento que se aplica aquí es demasiado bajo, porque a causa del crecimiento económico el mundo del futuro será mucho más rico de lo que lo es hoy. Nordhaus propuso entonces un cálculo con un descuento de cerca del 6% anual, según el cual a los 1000 dólares que habrá que pagar en 90 años corresponden hoy 5 dólares, con lo que los costes futuros pueden dejarse en su mayor parte de lado. De este modo los cálculos económicos hacen desaparecer la crisis ecológica: ésta ya no existe.

Con algo menos de brutalidad proceden las empresas y los gobiernos que deben tomar en consideración las inquietudes de sus clientes y electores. Aquí se ha impuesto la estrategia del “greenwashing”, es decir, la simulación de la protección del medio ambiente y del clima. En el caso de las empresas, está claro que el objetivo es únicamente sacar brillo a la imagen “verde” (y social) para que sus productos se puedan consumir sin mala conciencia. Mientras no se haga público, lo que ocurre realmente tras la fachada es indiferente. Los gobiernos, por su parte, deben acometer la tarea de garantizar una valorización del capital tan libre de fricciones como sea posible. Para eso han sido elegidos y de ello depende su capacidad de acción a través de los ingresos fiscales. La protección del medio ambiente, cuya importancia obviamente debe ser resaltada, tiene que ajustarse a estas condiciones, y dentro de estos límites puede pintarse de verde tanto como quiera. En Alemania esto puede apreciarse sobre todo en lo que atañe a los intereses de la industria automovilística, central para el modelo empresarial alemán. Por supuesto, en las reuniones internacionales se acuerda reducir las emisiones de CO2, también las del tráfico rodado, pero en cuanto alguien intenta aplicar seriamente esta medida, como la Comisión Europea en 2007, que quería exigir a partir de 2012 un impuesto sobre la emisión de CO2 en limusinas que rebasaran los 130 gramos por kilómetro, el Ministro de Medio Ambiente alemán de turno (en este caso el social-demócrata Sigmar Gabriel) no veía en ello sino “una sucia estrategia de competencia contra los fabricantes de automóviles alemanes”. Y la prima por desguaces del año 2009, que era parte de un programa coyuntural que favorecía a la industria automovilística y suponía una porquería ambiental de primer orden, fue presentada bajo la etiqueta ecológica de una “prima ambiental”.

Por su parte, los partidos políticos que no ocupan posiciones de gobierno y las agrupaciones extraparlamentarias pueden permitirse establecer las prioridades de forma más equilibrada y propagar la compatibilidad de economía y ecología, en la que ellos mismos creen mientras no tengan que llevarla a la práctica. De aquí salen propuestas como la de un “New Deal verde” o incluso un “Kondratieff ecológico”, es decir, un nuevo ciclo largo de acumulación capitalista apoyado en “tecnología verde” que debería reemplazar al “capitalismo financiero”. Estos discursos enfatizan en sus repercusiones positivas para la creación de empleo y el desarrollo económico, de modo que de repente la ecología ya no supondría un obstáculo para la economía, sino que, por el contrario, se presenta como una vía directa hacia la generación de nuevos beneficios. La discusión alemana se refiere por supuesto a la creación de empleo y a los beneficios de las empresas alemanas líderes en el mercado, y lo cierto es que una aplicación de este modelo a todo el planeta sería totalmente imposible. Mientras la energía verde sea más cara que la energía fósil, tampoco podrá imponerse en el modelo de competencia capitalista. Y a la inversa: si logra abaratar sus costes, sólo podrá hacerlo en la medida en que racionalice y reduzca el trabajo (y con ello también los beneficios) en sus procesos de producción. De modo que, en el mejor de los casos, la creación de nuevos puestos de trabajo se limitará a Alemania o –más probablemente– a China.

El objetivo que cobra expresión en todas estas propuestas, el de un “crecimiento económico sostenible”, por el que abogó también la Cumbre para el Desarrollo Sostenible en Rio de Janeiro en 2012, es pese a la elasticidad del concepto de sostenibilidad una contradicción en sí mismo, al menos mientras el crecimiento económico se entienda en el sentido actual. ¿Y cómo se lo podría entender si no? Quien habla en estos términos se limita a encubrir la problemática ecológica y climática e intenta convencerse de la compatibilidad de lo incompatible.

Partiendo de la estimación de que no va a ser posible separar el crecimiento económico de la creciente destrucción ambiental, los partidarios y partidarias de una “sociedad post-crecimiento” han sacado la lógica conclusión de que hay que deshacerse por completo de la idea de crecimiento. En vista de la estrecha correlación entre el modo de producción capitalista y el fetichismo del crecimiento, cabría esperar que las correspondientes antologías sobre el post-crecimiento3 presentaran todo un programa de aboliciones. Sin embargo, nos encontramos con que en dichas publicaciones el ex-presidente federal Horst Köhler puede plantear –sin hacer frente a réplica alguna– la exigencia de una “economía de mercado social y ecológica”, como si fuera posible una economía de mercado no capitalista. La esperanza se deposita en empresarios que no vayan a la caza de beneficios, sino que se comprometan con la sostenibilidad de su producción. No se cuestiona en absoluto el dinero como medio de socialización, sino que tan sólo se dice que su manejo debe ser algo más serio –es decir, más ahorrador– que en los últimos años. Y por supuesto en este entorno pululan también los partidarios de Silvio Gesell, que consideran los intereses como el origen de todos los males y quieren pedir cuentas al “capital usurero”. Pese a que en estas publicaciones pueden encontrarse algunos análisis inteligentes del nexo profundo entre el concepto de crecimiento y la modernidad, a fin de cuentas parece que el material no da más que para una crítica insuficiente del capitalismo, y a veces este remedio puede ser peor que la enfermedad.

¿Qué es eso que crece tan compulsivamente?

Para una comprensión más correcta hay que distinguir aquí entre producción de plusvalía, output material y consumo de recursos. El verdadero objetivo que impulsa la producción es obtener una plusvalía cada vez mayor. La plusvalía surge mediante la explotación del trabajo, pero la riqueza abstracta producida mediante el trabajo no depende de la actividad concreta, sino del tiempo de trabajo en que se “gastan músculos, nervios, cerebro, etc.” (Marx). Sin embargo la riqueza abstracta necesita un soporte material, y para realizar la plusvalía primero hay que producir las mercancías y luego hay que venderlas, lo cual supone la existencia de la demanda solvente correspondiente.

En el curso de la historia del modo de producción capitalista, el incremento de la productividad ha llevado a que la relación cualitativa entre la riqueza abstracta medida en tiempo de trabajo y el esfuerzo material requerido para su producción se haya transformado drásticamente. El propio incremento de la productividad se debe a la búsqueda de beneficios extraordinarios, que caen en manos de aquellos que consiguen producir más barato que la competencia. Este desarrollo lleva a que cada vez se extraiga más y más trabajo del proceso de producción y sea sustituido por máquinas. Con cada vez menos coste de trabajo es posible producir cada vez más riqueza material. Pero como ésta no es el verdadero objetivo de la producción, el tiempo de trabajo no se ve reducido, como sería sensato y materialmente posible, sino que se presenta el cálculo inverso: para la producción de la misma riqueza abstracta, medida en tiempo de trabajo, se requiere un output material cada vez mayor y –como el trabajo va siendo sustituido por máquinas– resulta necesario un consumo de recursos cada vez mayor. Es cierto que también hay tendencias en sentido contrario, por ejemplo en el incremento de la eficiencia energética, es decir, cuando el gasto de energía por producto acabado disminuye. Pero la relación entre gasto material por tiempo de trabajo es inequívoca: se incrementa constantemente en los sectores que generan plusvalía, como puede verse por ejemplo en el gasto material y monetario que requiere cada puesto de trabajo en el sector industrial.

La causa común de la crisis económica y ecológica se debe a esta “contradicción que se exacerba cada vez más” (Marx), que consiste en que el capital extrae cada vez más trabajo del proceso productivo, y sin embargo la riqueza que aspira a obtener en todo momento depende de la explotación de dicho trabajo. Los soportes materiales de una riqueza abstracta forzada a un crecimiento desmedido son limitados, de modo que la expansión tiene que encontrarse antes o después con sus límites: los de una demanda con una capacidad de solvencia limitada (crisis económica) y los límites naturales (crisis ecológica).

De este modo el tratamiento de los síntomas de la crisis, en la medida en que éste es posible dentro del capitalismo, entra en contradicción consigo mismo. Todo intento de suavizar la crisis económica con programas coyunturales lleva a coeficientes mayores de destrucción ecológica. Para reducir este coeficiente destructivo habría que prescribir a la economía mundial una larga y profunda depresión, con todas las consecuencias sociales y materiales que ésta tendría para la población recluida en el modo de producción capitalista. De hecho, el único pequeño recodo en la curva constante de crecimiento de la emisión mundial de CO2 tuvo lugar en 2009, el año de la recesión.

Sería necesaria una planificación social que se rigiera únicamente por criterios de riqueza material, de su producción y su distribución. Pero en el capitalismo esto se ve obstaculizado por el predominio de la riqueza abstracta y la compulsión que la lleva a crecer de forma constante, como constata Robert Kurz en el epílogo de su Libro negro del capitalismo:

La situación casi parece propia de un cuento demente, en el que lo absurdo resulta normal y lo evidente incomprensible: lo que podría estar al alcance de la mano y apenas necesitaría mencionarse ha sido completamente reprimido de la conciencia social como si hubiera caído bajo un hechizo. Pese al hecho evidente y escandaloso de que un empleo mínimamente sensato de los recursos comunes resulta completamente incompatible con la forma del capitalismo, sólo se discuten aquellas propuestas y procedimientos que presuponen dicha forma”4.

Traducción del alemán: Jordi Maiso




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